viernes, 18 de mayo de 2012

Sólo los extraterrestres pagan impuestos


Después de muchos años de discreta laboriosidad, mi padre consiguió (¡por fin!) la promoción que esperaba, acompañada de un razonable aumento salarial. Poco a poco, las cuentas de casa empezaron a cuadrar, lo que significaba que ya no teníamos que empeñar el reloj del abuelo para llegar a fin de mes.  Un año después, mi padre nos estropeó la cena anunciando tranquilamente: “Esta vez nos toca pagar bastante a Hacienda”.  Tras desahogarse con una retahíla de palabrotas no aptas para menores, mi madre se volvió hacia mí: “Hija, revisa tú la declaración, tu padre tiene tantas ganas de pagar que no me fío de lo que haya hecho”. Y ahí estaba yo, con mi flamante título en Empresariales, presta a demostrar que el despistado de mi padre se había confundido con los cálculos. Siento desilusionar a los que esperan una moraleja contra las hijas listillas que enmiendan la plana a sus progenitores, pero efectivamente mi santo padre se había equivocado. Pese al aumento de sueldo, aún tenían que devolvernos.

En lugar de alegrarse y tomar a broma la situación, mi padre se mostró claramente decepcionado. Yo no daba crédito: tenía delante a la única persona sobre la faz de la tierra que estaba deseando compartir con el Estado el producto de su trabajo. Ese afán contribuyente no podía ser humano: ¡Mi padre era un alienígena fiscal!

Sin abandonar por completo la teoría de los genes extraterrestres, con el tiempo elaboré una explicación alternativa: para mi padre, pagar impuestos era un símbolo de estatus, mientras que una declaración negativa confirmaba, por el contrario, que seguíamos oficialmente adscritos a la categoría de pobretones.

Me temo que esta perspectiva demostraba que, además de despistado, era un hombre muy cándido: hoy todos sabemos que el verdadero estatus reside en disponer de dinero suficiente para aprovechar las numerosas posibilidades de exención, compensación y perdón fiscal.  Ya es un clásico el ejemplo que dio Warren Buffett en 2007, ante 400 millonarios que se habían reunido para apoyar la candidatura de Hillary Clinton a la presidencia: “Los 400 pagamos de impuestos un menor porcentaje de ingresos que nuestras recepcionistas o nuestras lavanderas”. Mientras sus impuestos representaban sólo el 17,7% de los 46 millones de dólares que obtenía al año, sus empleados, con ingresos mucho más terrenales, pagaban de media el 33%. Y esto sin evasión ni fraude fiscal, simplemente aplicando una legislación tributaria que mima a quienes considera potenciales creadores de riqueza.

En mi pasada reencarnación, uno de los mensajes que solía transmitir en las actividades de educación financiera para inversores era: “Antes de elegir un producto de inversión, no te fijes sólo en los rendimientos; considera también los gastos y el impacto financiero-fiscal que tendrá en tu patrimonio”. Y me quedaba tan contenta. Pero qué cándida era yo también, Dios mío. ¡Como si fuera tan sencillo! Las leyes fiscales no sólo responden a una lógica compleja y misteriosa, sino que tienen la antipática costumbre de estar cambiando continuamente. En semejante maremágnum, estimar el impacto financiero-fiscal de cualquier cosa no requiere cultura financiera, sino un ejército de asesores como el de Warren Buffett.


Al margen de la dificultad de entender las leyes fiscales, el pago de impuestos es una de las obligaciones con peor imagen del mundo. La mayor parte de los ciudadanos no alienígenas, de todos los niveles económicos y sociales, perciben las cargas tributarias como un expolio, una desposesión cuya justificación en términos de redistribución y bienestar colectivo resulta excesivamente abstracta.

De ahí que las campañas institucionales de los gobiernos para evitar el fraude fiscal traten de “concretar” ese bienestar mostrando escuelas, hospitales y carreteras y apelando a la solidaridad del público. Este tipo de argumentos son un arma de doble filo: si la percepción social sobre la calidad de la educación, la sanidad y las infraestructuras no es positiva, pueden resultar incluso contraproducentes. Pensemos en los eufemísticos recortes en sanidad y educación que se están experimentando ahora mismo en España. ¿Cómo se concilian, en la mente del sufrido contribuyente, con las ayudas públicas a un sistema financiero que fagocita recursos a la velocidad de la luz?

Al final, resulta que los únicos que no disponen de amnistías fiscales ni de medios para evadir son los extraterrestres y los asalariados. Me pregunto qué pensaría de este panorama mi padre, el marciano pagador.

viernes, 4 de mayo de 2012

Mercadator, el humanoide que mató la cultura financiera


No sé si Google podrá proporcionarnos estadísticas sobre cuál es la frase más oída de los últimos tiempos, pero si tuviera que apostar me inclinaría por “tranquilizar al mercado”. Lo he buscado y aparecen 50.000 resultados (en inglés aún más, casi 90.000). Con estas tres sencillas palabras se explica el desmantelamiento del estado del bienestar. Puesto que todos los dirigentes del mundo, sin excepción, deploran la necesidad de tomar tal medida, habrá que suponer que ninguno de ellos tiene nada que ver con la intranquilidad previa del tal Mercado. Lo cual plantea una cuestión de lo más inquietante: ¿Nos encontramos ante un humanoide con ideas propias? ¿Es posible controlar a este Mercadator?

La reciente ola de suicidios en Grecia, que las estadísticas relacionan con los recortes derivados de la crisis, vuelve a traer a primer plano el tema de la deshumanización de la economía. El lenguaje es una herramienta muy poderosa, y hoy día se utiliza con gran habilidad para hacernos olvidar que hay personas detrás de los números. Todo el mundo lamenta los efectos de los “imprescindibles ajustes“ en el bienestar de las personas, pero “hay que tranquilizar al mercado”.

Algunos siguen pensando que también son personas las que dirigen el mercado y que las cosas tal vez pudieran hacerse de otra forma… ¡Qué ingenuos! En realidad, Mercadator es un ente autopensante que funciona según sus propios impulsos, incomprensibles para los seres humanos de a pie. Como siempre hay quien sabe de fútbol más que el entrenador, ciertos elementos subversivos se permiten opinar que habría que ponerle algunas reglas a Mercadator: por lo menos, las leyes de la robótica de Asimov (la primera enuncia que un robot no puede hacer daño a un ser humano o, por inacción, permitir que un ser humano sufra daño). Sin embargo, los defensores de tan independiente criatura insisten en que Mercadator necesita total libertad, sabe perfectamente lo que hace y sus designios son inescrutables.

Por tanto, y aunque a todos los dirigentes les gustaría muchísimo poder tomar otro tipo de decisiones económicas más humanas y alineadas con la realidad social de sus países, resulta imposible porque Mercadator, además de ingobernable, es un ente sin alma.

Hemos comentado con frecuencia en este blog que una de las grandes dificultades para diseñar estrategias eficaces de educación financiera reside en la escasa predisposición previa de las personas. A su vez, esta deriva en gran medida de la creencia generalizada y subconsciente de que el dinero es algo sucio, por lo que su acumulación y manejo sólo pueden realizarse a costa de la honestidad y la integridad personal. ¿De dónde habrán sacado esa idea? Es inútil desgañitarse insistiendo en que el dinero es sólo una herramienta neutra y que puede usarse tanto para el mal como para el bien, mientras se siga transmitiendo la idea de que los mercados financieros son los responsables de las dificultades por las que están atravesando tantas familias. Como en esas películas de ciencia-ficción en las que vemos a las máquinas volverse contra sus creadores, ¡parece que Mercadator se nos ha rebelado! En realidad, la responsabilidad no es de los pobres “mercados”, sino de las personas que los han manipulado en beneficio propio.

El resultado es que no parece fácil convencer a unos padres de la importancia de proporcionar educación financiera a sus hijos, mientras sigan considerando la prosperidad económica como una señal inequívoca de materialismo y codicia. Las finanzas personales difícilmente se percibirán como algo cercano, práctico y cotidiano, mientras Mercadator, cual insaciable y vengativo dios pagano, siga cobrándose su tributo en forma de sacrificios humanos: incertidumbre, ansiedad, desempleo, menor calidad y cobertura de la sanidad y la educación… y todo ello en nombre de la estabilidad financiera.

A estas alturas, tener a Mercadator campando a sus anchas y haciendo de las suyas no es culpa de nadie, pero es responsabilidad de todos. Señores guionistas de Hollywood (ya que los guionistas de Wall Street y sucursales no parecen estar por la labor), ¿cómo podríamos re-programarlo para que se ponga de nuestra parte, como Terminator en las secuelas? O eso, o reciclar la chatarra y convertir a Mercadator en un humanoide más amistoso y sensible con las necesidades de los frágiles mortales. 

Esta entrada está inspirada en y dedicada a mi amiga Ana, que considera que "dinero" y "corrupción" son perfectamente sinónimos. Sus opiniones me ayudan a hacerme una idea más realista del reto que supone hablar de educación financiera.