miércoles, 10 de abril de 2013

Por qué somos incapaces de tomar buenas decisiones financieras


Reconozco que el título es un poco engañoso. O generoso, según se mire. Desde un punto de vista estrictamente racional, nos cuesta tomar buenas decisiones... financieras o de cualquier otro tipo. Parece que el problema reside en nuestra incapacidad congénita para percibir la realidad tal como es, mientras nos dejamos confundir con alegre inconsciencia por toda suerte de ilusiones visuales, auditivas y cognitivas.  

No se trata de una mera suposición intuitiva. Hace años que los investigadores de la “behavioral economics” acumulan datos que acreditan nuestra irracionalidad decisoria. En el excelente curso A Beginner’s Guide to Irrational Behavior, de Duke University para Coursera, el profesor Dan Ariely aporta fascinantes ejemplos de cómo nuestros engranajes cerebrales nos conducen a elecciones poco afortunadas… y a insistir en ellas una y otra vez. ¿Alguien duda de que entender nuestros mecanismos de toma de decisiones es vital para quienes nos ocupamos de promover la educación financiera y la adquisición de hábitos sostenibles?


Pese a que los teóricos de la economía más ortodoxa insisten en que basta con proveernos de montañas de información para que tomemos decisiones racionales, la terca realidad muestra que el neocórtex está de vacaciones la mayor parte del tiempo. Puesto que es el cerebro límbico o emocional el que se encarga de casi todo, nuestras decisiones no sólo están influenciadas, sino que incluso pueden ser CREADAS por algunos de los siguientes factores:

  • Percepciones ilusorias de la realidad
  • Elementos irrelevantes o aleatorios
  • Ley del mínimo esfuerzo: las opciones “por defecto”
  • Resistencia al cambio

Percepciones ilusorias de la realidad. En la red abundan los ejemplos de ilusiones visuales, y a todos nos resulta muy entretenido comprobar que basta un ligero cambio de enfoque para transformar lo que parece evidente en un asombroso error de percepción.  

Por desgracia, nuestra capacidad de auto-engaño no se limita a cuestiones tan inofensivas y anecdóticas. Si la visión, uno de los sentidos humanos más perfectos y desarrollados, es capaz de confundirnos hasta tal punto, ¿cómo podemos confiar en el pobre cerebro, saturado de condicionamientos culturales e influencias externas de las que no somos conscientes?

En efecto, también nuestras decisiones económicas y de consumo se ven afectadas por percepciones ilusorias y/o engañosas. Según un estudio de la Universidad de Clark publicado en 2012 en el Journal of Consumer Psychology, los precios con más sílabas se perciben como superiores incluso cuando se presentan de manera visual, lo que afecta negativamente a la intención de compra. En el experimento realizado, los precios de computadoras y televisores se percibían como de mayor magnitud cuando incluían centavos: los consumidores sienten que 1.493,29 dólares son mucho más que 1.493 dólares. Los investigadores sugieren que tal circunstancia puede convertirse en un poderoso argumento subliminal de ventas: basta con referirse de la manera más breve posible a los precios de los productos propios (“catorce noventa y tres”) y adjudicar todas las sílabas a los precios de la competencia (“mil cuatrocientos noventa y tres con veintinueve”).

Desde otro punto de vista, los comercios tienen claro el valor psicológico de evitar los redondeos: todos sabemos que 7,99 euros son muchísimo menos que 8 euros. En este caso, parece que el exceso de sílabas que aportan los decimales queda sobradamente compensado por la disminución del 8 al 7.

Elementos irrelevantes o aleatorios. Aún más sorprendente es nuestra tendencia a estimar el valor de las cosas basándonos en elementos accidentales, que no guardan relación ni con su valor intrínseco ni con la satisfacción que nos proporcionan.  Un experimento muy revelador consistió en entregar a un grupo de individuos una lista con seis artículos de uso y consumo cotidianos, para que indicasen lo que estaban dispuestos a pagar por cada uno de ellos: un ratón para el ordenador, un teclado, una botella de vino caro, una botella de vino barato, un libro especializado y una caja de bombones. Antes de comenzar, se les pedía que escribieran en la parte superior de la hoja las dos últimas cifras de su número de la Seguridad Social. Sin motivo aparente, los que tenían números de la Seguridad Social más elevados se mostraron dispuestos a pagar más por todos los artículos que aquellos con números más bajos.

¿Qué tiene que ver el número de la Seguridad Social con el valor que atribuimos a determinados objetos o experiencias? Obviamente, nada. Parece que nuestro cerebro necesita referencias y utiliza como “ancla” lo que tiene más a mano, tanto si es pertinente como si no. ¿Y si no hay anclas? ¡Pues se inventan! Cuando Apple lanzó en 2007 el primer iPhone, los consumidores carecían de bases de comparación para atribuir valor a un producto tan novedoso. El iPhone de 8 GB salió a un precio de 600 dólares. Dos meses después, la empresa lo rebajó a 400 dólares. ¿De verdad había perdido un tercio de su valor en tan poco tiempo? ¿Se había equivocado el departamento comercial de Apple con el precio inicial? Ni lo uno ni lo otro: de manera completamente deliberada, Apple había establecido un “ancla” que posicionó los 400 dólares en la mente del público como un precio muy razonable.

Ley del mínimo esfuerzo: las opciones “por defecto”. Tanto si somos conscientes como si no, pasamos casi todo nuestro tiempo de vigilia tomando decisiones. Si tuviéramos que hacer un profundo análisis racional de los pros y contras para cada una de ellas, nuestra vida sería terriblemente complicada. Al parecer, el truco que emplean las personas con grandes responsabilidades es apegarse a la rutina en decisiones sencillas (comida, ropa…) con el fin de liberar tiempo y energía para esas otras decisiones de mayor calado que exigen reflexión y “racionalidad”. Aunque, por suerte, la mayoría de nosotros no tenemos que preocuparnos por el impacto externo de nuestras elecciones (el perjuicio o el beneficio se limita a un reducido grupo de allegados), somos igualmente aficionados a dejar la mente en barbecho y elegir “por defecto”.

Se obtuvieron conclusiones significativas sobre esta cuestión al analizar los porcentajes de donación de órganos en diferentes países europeos. Mientras unos se acercan al 100%, otros no pasan de un triste 15%. La justificación por motivos culturales o religiosos queda invalidada cuando se observa que países con más similitudes que diferencias muestran comportamientos absolutamente dispares: mientras Austria está en el grupo del 100%, Alemania presenta un modesto 12%; Bélgica tiene un 98% y Holanda sólo alcanzó el 28% después de intensas campañas institucionales.

La razón de tales diferencias reside en algo tan aparentemente accesorio como la forma en que se pide a los ciudadanos que manifiesten su adhesión. Los países con porcentajes más elevados siguen el sistema denominado opt-out: si los ciudadanos no indican lo contrario, se los considera donantes de órganos. Los porcentajes más bajos corresponden a países con sistema de opt-in: sólo se convierten en donantes quienes manifiestan de forma expresa su conformidad, marcando la casilla correspondiente. En el primer caso, la condición de donante se adquiere por defecto, sin que sea necesario realizar acción alguna al respecto. Para muchos individuos puede ser un quebradero de cabeza plantearse cuestiones tan personales y complejas como el destino de sus restos mortales; pero si el gobierno facilita la tarea dando por hecha la donación, esta se percibe como una conducta apropiada, cívica y “recomendada”, y su aceptación pasiva no sólo resulta muy cómoda, sino que queda desprovista de todo conflicto moral.

En entornos más cotidianos, algunas ONG están utilizando una eficaz variante de la donación por defecto a través de los supermercados. En los pagos en efectivo, cuando el cajero informa al cliente del monto de la compra, le pregunta si quiere recibir la moneda fraccionaria que le correspondería como cambio o si está dispuesto a donarla a la obra benéfica de turno. De este modo, la decisión de donar deriva de una conducta totalmente pasiva: no recibir las pequeñas monedas del cambio. Aun sin disponer de los datos, sospecho que por esta vía la recaudación es muy superior a la que se obtendría poniendo una hucha junto a la caja, lo que exigiría al cliente el esfuerzo psicológico de desprenderse activamente de las monedas.

Puesto que estamos programados para inclinarnos por la pasividad, sea cual sea el resultado de la misma, la opción “por defecto” será la que adoptemos la mayor parte de las personas. Resulta evidente el riesgo que esto implica. Hemos visto dos ejemplos de elecciones por defecto que no perjudican a quien las toma y que pueden generar beneficios relevantes para la comunidad. Pero, ¿qué ocurre cuando la opción por defecto se diseña para favorecer determinados intereses particulares?

Pensemos en algunas situaciones habituales relacionadas con productos financieros. “La inversión se renovará automáticamente con las nuevas condiciones si el titular no manifiesta lo contrario antes de los cinco días hábiles previos al vencimiento”. “Los dividendos serán reinvertidos en acciones de la compañía, salvo que el accionista exprese su deseo de recibir el importe en efectivo, para lo cual deberá cumplimentar el formulario adjunto”. La mayor parte de los inversores no profesionales, inmersos en sus preocupaciones cotidianas, se olvidarán por completo de la fecha de vencimiento y, por supuesto, jamás encontrarán el momento adecuado para “cumplimentar el formulario adjunto”. En este caso, la pasividad del cliente, previsible y prevista por la entidad financiera, le conducirá a mantener una inversión cuyas nuevas condiciones no conoce, o a incrementar su riesgo en acciones en lugar de percibir el dividendo en efectivo… para beneficio de la entidad que amablemente le ha facilitado la decisión por defecto.

Las elecciones por defecto no son buenas ni malas; simplemente, están por todas partes. Es importante que aprendamos a identificarlas, para valorar en cada caso si son o no de verdadero interés para nosotros.

Resistencia al cambio. El aforismo “Más vale lo malo conocido que lo bueno por conocer” refleja con fidelidad la tendencia humana a evitar los cambios. Cada elección que realizamos establece la pauta para comportamientos futuros, que se basarán más en la costumbre que en la racionalidad. Por supuesto, a veces cambiamos de marca o modificamos nuestro comportamiento… siempre que las demás opciones sean relativamente sencillas de valorar. Los estudios prueban que cuanto más complejas, variadas y numerosas sean las alternativas disponibles, mayor será nuestra resistencia al cambio y más probabilidades habrá de que nos mantengamos apegados a lo que ya conocemos.

Con estas pistas, resulta fácil entender por qué somos tan reacios a modificar nuestros insanos y poco rentables hábitos financieros: no se cumplen ninguno de los dos requisitos que podrían animarnos al cambio. Si en tiempos de nuestros padres los productos y servicios financieros eran pocos y sencillos, ahora son numerosos y nada intuitivos. ¿Cómo animar a las personas a planificar su jubilación cuando la mayoría no saben ni por dónde empezar? ¿Es posible ofrecer a los ciudadanos una orientación eficaz que disminuya su vulnerabilidad en el tormentoso mundo de las finanzas actuales?

Desde luego que sí... siempre que seamos conscientes de la realidad del público al que nos dirigimos. En el próximo artículo veremos cómo plantear acciones eficaces de responsabilidad social y educación financiera que tengan racionalmente en cuenta nuestra muy humana irracionalidad.

2 comentarios:

  1. todo comienza con una buena educación financiera, la cual es muy escasa y muchas veces aprendemos es de los errores, es importante a la hora de solicitar un servicio financiero estar seguros de poder solventarlo y también despejar todas las dudas para así evitarse dolores de cabeza

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    1. ¡Completamente de acuerdo! Tenemos que preguntar todo lo que no entendemos, y el primer paso para ello es perder el miedo a los temas financieros. El problema es que a veces desistimos de pedir información porque pensamos que está más allá de nuestras capacidades de comprensión: se trata de una creencia muy generalizada y completamente falsa que tenemos que desterrar. Si no entendemos un producto o servicio financiero, ¡es que nos lo están explicando mal! Exigir toda la información relevante antes de tomar una decisión es una de las destrezas y hábitos más necesarios para cualquier consumidor financiero.

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