miércoles, 18 de febrero de 2015

Ahorrar, un deporte de alto riesgo

A punto de concluir uno de esos periodos de gasto descontrolado que cada vez son más frecuentes, gracias a la constante estimulación publicitaria de nuestro gen comprador, vamos a hablar del ahorro.

¡TRANQUILOS, QUE NO HUYA NADIE! No se trata de la habitual reflexión sobre la importancia de atesorar reservas para las épocas de vacas flacas. Todo lo contrario.

Dispuesta a seguir animando el debate sobre la educación financiera “oficial”, voy a hacer una confesión estremecedora que puede herir gravemente la sensibilidad del lector (los que sigan a partir de este punto lo hacen bajo su propia responsabilidad).  
Estoy harta de hablar (y de oír hablar) de las presuntas virtudes del ahorro. Hartísima. Hasta el infinito y más allá.

No lo puedo evitar. Mi hartazgo se ha visto agravado por la proliferación de voces que, en los últimos tiempos, insisten en la importancia de educar a los niños en la cultura del ahorro. ¡Así, por las buenas! Como si el ahorro fuera algo sencillito e inocuo, una especie de paracetamol financiero infantil.

Pues no, ladies and gentlemen. El ahorro no está exento de riesgos y efectos secundarios. Si la educación proahorro se administra sin los debidos controles, puede causar traumas indelebles en niños y adultos. Lo mismo que empujar a alguien para que se tire en paracaídas, pero sin paracaídas.

Veamos algunos de los peligros ocultos del ahorro:

-        Puede generar adicción
-        Puede generar frustración
-        Puede producir efecto rebote

Adictos al ahorro: ¿los más ricos del cementerio?

La mayoría de nosotros tenemos el autocontrol tan erosionado que nos enganchamos a cualquier cosa: videojuegos, telenovelas, dietas… Por improbable que parezca, incluso hay gente que se engancha al ahorro.

Para los que piensan que bromeo, recordemos los recientes reportajes sobre Anne Wojcicki, la exmujer de uno de los fundadores de Google. Esta señora, riquísima por matrimonio y por sus propios méritos como empresaria, sólo bebe agua del grifo en los restaurantes y prefiere pagar las multas de aparcamiento a poner los tiques correspondientes: después de calcularlo cuidadosamente, comprobó que le salía más rentable saltarse las normas a la torera. Descubrimos así que el ahorro no siempre es virtuoso: la buena de Anne, bastante escasa de espíritu cívico, no parece precisamente un ejemplo a seguir. Sus vecinos y empleados la consideran, más bien, una versión actualizada del avariento Scrooge de Dickens.  

Sin necesidad de llegar a tan mezquinos extremos, no es infrecuente encontrar personas que llevan el ahorro más allá de lo saludable. Cierto asesor financiero me habló de un cliente suyo, con patrimonio suficiente para vivir de las rentas el resto de sus días, que se congelaba de frío en su casa de 300 metros cuadrados con tal de ahorrarse la calefacción. Probablemente terminó muriendo de pulmonía... aunque forrado de dinero, eso sí.

¿Obsesión por el control, miedo al futuro, simple estupidez…? Cualquiera que sea el motivo de estas conductas, sugieren la idea de que el ahorro no es un valor absoluto: más allá de ciertos límites, se convierte en esperpento.

El ahorrador frustrado: del dicho al hecho hay un gran trecho

En un alarde de optimismo, vamos a suponer que nuestros esfuerzos educativos tienen éxito y logramos convertir a un consumidor estándar en un austero ciudadano. Llamaremos Marcelino a nuestro protagonista.

El entusiasmado converso se pone rápidamente manos a la obra, siguiendo a rajatabla el Manual del perfecto ahorrador: identifica sus necesidades, establece metas y plazos, evalúa su patrimonio y su capacidad financiera, etcétera, etcétera.

Y entonces Marcelino se topa con la parte del Manual que recomienda elegir un asesor de confianza. Nuestro héroe dedica unas diez horas al día a comparar en las páginas web las comisiones y servicios de las diferentes entidades y agentes. Aunque la información no es homogénea, el valeroso neófito está decidido a cumplir todos y cada uno de los consejos que le conducirán a “una decisión informada”.

Tras una semana de trabajo intensivo, Marcelino consigue una feroz migraña y una hoja Excel con los resultados de su investigación. Como no es experto en minería de datos, finalmente decide relajarse un poco y elige a su asesor por el científico procedimiento del “pinto pinto gorgorito”.

Siguiendo con el tono positivo, imaginemos que nuestro protagonista tiene la suerte de encontrar un intermediario ejemplar: se preocupa por conocer sus necesidades y objetivos, gestiona con integridad los conflictos de interés (recomendando los productos que más le convienen al cliente y no los que a él le reportan más comisiones), le explica todos los riesgos y la rentabilidad real que puede esperar… ¿Oigo risas? Queridos lectores, no seamos cínicos: soñar es gratis.

Así llegamos al momento de la verdad: ¿dónde ponemos los ahorros? ¿Cuáles son esos productos adecuados para el modesto ahorrador Marcelino en términos de rentabilidad, riesgo, plazo y liquidez? Vaya… parece que la cosa está complicadilla.

Los instrumentos de ahorro/inversión que parecen seguros dan una porquería de intereses. Considerando la inflación, en muchos casos la tasa resulta negativa. Por no mencionar las ocasiones en que la seguridad es sólo una apariencia (que se lo digan a los que adquirieron las participaciones preferentes en España, vendidas como si fueran un depósito de toda la vida). La mera conservación del capital se antoja un objetivo inalcanzable. Otra cosa es si estamos dispuestos a asumir unos cuantos riesguitos sin importancia: en tal caso, siempre es posible optar por alguna burbujeante acción tecnológica, o algún innovador valor híbrido que no es de renta fija ni de renta variable, sino todo lo contrario…

La gama de productos disponibles es tan poco prometedora que, presa de la frustración, Marcelino acaba por preguntarse: ¿Entrego mi dinero para que sea devorado por el sistema financiero o dejo que siga alimentando a los ácaros del colchón?  Gran dilema…

En realidad, este consumidor reconvertido en ahorrador sólo tiene dos opciones: quedarse atascado en la fase de frustración (tras comprobar que eso de ahorrar no es tan fácil como lo pintan) o sufrir un espectacular efecto rebote y volver con renovados bríos al punto de origen.

El efecto rebote: ¡carpe diem!

¡La vida es corta! Mímate. Aprovecha el momento ¡Te mereces un descanso! Y una tele de pantalla plana, y un auto más moderno, y el último smartphone, y…

Más allá de las oportunistas recomendaciones publicitarias para animarnos a gastar todo lo que tenemos (y lo que no), este tipo de mensajes apuntan a nuestra fibra sensible. ¿Quién no perdió a algún ser querido demasiado pronto, o logró superar algún grave problema de salud? Basta con mirar a nuestro alrededor para suscribir eso de que “la vida son dos días, vamos a disfrutar mientras podamos”.

Volvamos a nuestro ahorrador frustrado. Acaba de comprobar que el anhelado “producto de ahorro/inversión que mejor encaja con su perfil” es tan esquivo como un ectoplasma. Por el contrario, tiene a su alcance todo tipo de préstamos y ofertas a pagar en comodísimas cuotas.

Así que, entre asistir a la reposición de El increíble ahorro menguante (con la inflación, las bajas tasas de interés y los cambios fiscales en roles protagónicos) o hacer lo que de verdad le pide el cuerpo, no es de extrañar que Marcelino complete el ciclo y vuelva a su inclinación inicial: endeudarse hasta las cejas y gastar como un descosido.

Entonces, ¿qué hacemos con el ahorro?

Pese al habitual tono desenfadado de este blog, nada de lo anterior es ficción.  Las habituales y bienintencionadas recomendaciones sobre el ahorro siguen basándose en una descripción idealizada del sistema financiero, que no se corresponde con la realidad. La cruda verdad es que el ahorro y la inversión no están al alcance de todos. Los intermediarios no siempre cumplen con su papel y la mayor parte de los productos no están diseñados para resolver las necesidades de las personas.

Hemos argumentado con frecuencia que la educación financiera no es una panacea. Por una parte, porque no tiene en cuenta nuestros mecanismos de toma de decisiones. Por otra, porque ignora las realidades menos amables del sistema financiero. Con una contumacia digna de mejor causa, seguimos atribuyendo las preferencias consumistas del público a desconocimiento, irresponsabilidad, irracionalidad o falta de autocontrol. Aunque puedan estar presentes en muchos casos, estas no son las únicas razones, ni siquiera las más poderosas.

 Tweet: La educación financiera desconectada de la realidad es inútil y afecta a la credibilidad de los que la promueven http://bit.ly/1AFgIYVLa educación financiera desconectada de la realidad es inútil y afecta a la credibilidad de los que la promueven

Posiblemente estoy tirando piedras contra mi propio tejado, pero la actual mística del ahorro no cuadra de ninguna manera… ¿Por qué insistimos en presentarlo como una sencilla opción personal cuando, en realidad, es un deporte de alto riesgo?

Cristina Carrillo

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