viernes, 21 de junio de 2013

El menú de la educación financiera: ¿dieta de manzanas o ensalada de frutas?

Dicen que el primer paso para resolver un problema es aceptar que lo tienes. Es un hecho que las iniciativas de educación financiera que pululan a nuestro alrededor, sin duda bienintencionadas y meritorias… son recibidas por los ciudadanos con singular falta de interés. Peor aún, lo normal es que atraviesen limpiamente las mentes del público, sin germinar casi nunca: cantidades ingentes de polen desperdiciado. Sustitúyase polen por dinero. Ergo, tenemos un problema. Tras analizar en el artículo anterior la importancia de tener claro a quiénes nos dirigimos y cuál es el contexto en el que viven,  ahora toca plantearnos el  “Qué”. ¿Cuáles son los ingredientes de los menús-programas de educación financiera que ofrecemos al público? ¿Son tentadores o resultan tan apetitosos como una ensalada de lechuga sin aderezo?   

Los ingredientes: ¿cuáles son los componentes de lo que llamamos "cultura financiera"? Para elaborar un menú de educación financiera equilibrado y atractivo, en primer lugar necesitamos aclarar a qué nos referimos con este término tan amplio. Según la OCDE, capacidad financiera es “el conocimiento y comprensión de los conceptos financieros, así como las habilidades, motivación y confianza para aplicarlos, con el fin de tomar decisiones efectivas en diferentes contextos…”. La definición no acaba ahí, pero como somos gente ocupada casi todos dejamos de leer después de "conocimiento y comprensión de los conceptos financieros". De acuerdo, sí, parece que estos señores de la OCDE dicen después algo más sobre habilidades, motivación y confianza, pero empecemos por los conocimientos y todo lo demás caerá del cielo por sí solo... ¿verdad?

Ay, ay, ay. ¿Y si nuestras irracionales mentes humanas funcionaran justo al revés? ¿Y si la motivación y la confianza fueran los requisitos sine qua non que nos impulsarían a obtener esos conocimientos tan útiles e importantes? ¿No será esa motivación inexistente la razón de que montones de portales, talleres y folletos de educación financiera acaben criando telarañas sin pena ni gloria?

Adaptando a nuestra conveniencia la definición anterior, podemos distinguir tres tipos de ingredientes (componentes) de una buena cultura financiera:

1) Conocimientos financieros (componente cognitivo y académico).
2) Habilidades y comportamientos (componente conductual y experiencial).
3) Actitudes, valores y creencias (componente psicológico y cultural).

Puesto que estamos hablando de recetas y menús, lo apropiado es buscar algún equivalente comestible para estos componentes. ¿Qué fruta correspondería a cada uno de ellos?

Conocimientos financieros: el COCO. Así percibe casi todo el  mundo el aspecto cognitivo de la educación financiera: se encuentra en alturas inaccesibles, es feísimo por fuera y para colmo resulta duro de pelar. Realmente, hay que tener mucho interés para hacer el esfuerzo de trepar a la palmera, abrirlo y extraer el jugo. El "coco" son los cálculos financieros y los conceptos económicos elementales, el funcionamiento de los intermediarios, la operativa básica de los mercados, etc. Es el ingrediente que separa con mayor claridad a los profesionales de las finanzas (para quienes estos conocimientos son una herramienta de trabajo) de los usuarios de a pie que, con tal de no utilizar el machete para abrir el coco, se convencen a sí mismos de que pueden vivir muy bien sin semejante fruta.

En mayor o menor proporción, siempre hay algo de coco en todos los programas de educación financiera. Algunos trozos pueden ser relevantes y nutritivos (conceptos básicos, cómo relacionarse con los intermediarios...) pero otros son más indigestos. Por ejemplo, confieso que me deja perpleja el empeño de algunos reguladores financieros por incluirse a sí mismos y sus funciones como contenido central de los temarios. Si bien la política monetaria nacional y la supervisión de los mercados son interesantísimos para los aficionados a la economía, resultan básicamente irrelevantes para el usuario medio; siguiendo con el símil culinario, equivaldrían a esas guindas con almíbar, empalagosas y prescindibles excepto para los muy golosos.

Además, el excesivo peso de estos contenidos financieros "académicos" en los programas de educación financiera suele resultar contraproducente, al transmitir la errónea impresión de que la cultura financiera es algo complejo, remoto y sin conexión alguna con la vida cotidiana. ¿Quiere esto decir que tales cuestiones deben quedar excluidas de los programas de educación financiera? Unas veces sí y otras no: el coco no combina bien con todos los platos. Dejamos para el final la adecuada mezcla de los ingredientes.

Habilidades y comportamientos: las MANZANAS. He aquí el principal ingrediente de casi todos los programas de educación financiera: kilos y kilos de manzanas, en forma de consejos prácticos sobre hábitos y comportamientos financieros “saludables”. Casi siempre se trata de recomendaciones que requieren sacrificio y esfuerzo. “Lleva al día tu presupuesto personal”. “Apunta tus gastos diarios en una libreta”. “Lee de principio a fin los contratos antes de firmarlos”. Uuuffff. Qué pereza.

No me entendáis mal, por supuesto que son recomendaciones lógicas y razonables. El problema es que los consumidores no somos ni lo uno ni lo otro (tema central de los dos artículos anteriores de este blog). Tampoco quiero ser negativa: lo de ir por la vida haciendo anotaciones en la libretita cada vez que sacamos la billetera sin duda es excelente como ejercicio de auto-sensibilización, e incluso estoy convencida de que hay personas que lo han puesto en práctica. Lamentablemente yo no conozco a ninguna, por lo que no puedo aportar “casos de éxito”, pero tal vez nuestros lectores sí cuenten en sus entornos más próximos con alguien lo bastante motivado que pueda compartir su experiencia. Igual ocurre con los contratos: somos tan raros y tan auto-destructivos que nos negamos a leer esos larguísimos contratos financieros, llenos de jerga incomprensible y escritos con letra microscópica. Y mira que los materiales de educación financiera nos repiten una y otra vez que es por nuestro bien, pero nada: ¡nunca encontramos el momento! Por supuesto, luego nos encontramos pagando comisiones bancarias que no esperábamos (y que estaban clarísimamente especificadas en alguna de las siete páginas del contrato que no leímos) y entonces aparecen el llanto y el crujir de dientes. ¡Culpa nuestra! ¡No será porque no nos lo habían avisado!

Para ser justos, muchas de las habilidades y conductas “manzana” son imprescindibles para nuestra propia protección en el complejo mundo financiero de hoy. Pueden y deben formar parte de los programas de educación financiera, pero de una manera realista y que tenga en cuenta el contexto social, económico y cultural en el que esperamos que las personas lleven a cabo tan saludables comportamientos. Por ejemplo, culpar a los consumidores por adquirir masivamente productos financieros que no entienden, alegando que deben asumir la responsabilidad de lo que firman, no sólo implica obviar el desequilibrio de poder en las relaciones entre bancos y clientes, sino también las prácticas comerciales agresivas y éticamente cuestionables de la industria financiera. No está de más recordar que, poco después de que Emilio Botín, presidente del Banco Santander, explicara en un discurso que su éxito se basaba en no invertir en productos que no comprendía, se supo que también había sido víctima de la estafa de Madoff. Tal vez no se había leído bien los contratos, después de todo.

Manzanas, sí… pero cortadas en trozos pequeños.

Actitudes, valores y creencias: el MARACUYÁ. Numerosos puristas y partidarios de la ortodoxia económica consideran estos aspectos tan exóticos como el maracuyá. Se sienten infinitamente más cómodos con la hipótesis de que todos tomamos decisiones racionales basadas en la información disponible, y dejan el interés por los aspectos psicológicos y las motivaciones subconscientes a los autores superventas de la New Age, a los que por supuesto desprecian olímpicamente.   

No hace falta estar de acuerdo al 100% con Kiyosaki (Padre rico, padre pobre), T. Harv Ekker (El secreto de la mente millonaria) y demás autores “populares”, para reconocer que han logrado despertar el interés de millones de personas por las finanzas personales… lo cual es bastante más de lo que puede decirse de todos los programas “serios” de educación financiera diseñados desde entornos institucionales. 

Durante los muchos años que llevo dedicada al tema, las únicas personas que se han acercado de manera voluntaria, con un interés genuino por ampliar sus conocimientos, son las que han aterrizado en las finanzas “vía Kiyosaki”. Por el contrario, nadie me ha dicho jamás: “¡Eh! ¡He visto vuestro fantástico portal con consejos de economía personal y de inmediato me he puesto manos a la obra para ordenar mis asuntos financieros!”.

¿Dónde reside la diferencia? En que estos autores apuntan directamente a la tecla emocional, mostrando empatía con los contradictorios sentimientos del público en relación con el dinero. El lector se siente identificado con las aspiraciones, las dudas y los miedos de los que Kiyosaki y compañía hablan en sus libros. Por otra parte, cada vez hay más economistas y profesionales, en absoluto sospechosos de falta de rigor científico, que están dirigiendo la atención de reguladores y educadores hacia el enfoque de la behavioral economics. Remito a los escépticos al trabajo de Ideas42, entidad fundada por preclaras mentes de Harvard, Princeton, el MIT y la International Finance Corporation del Banco Mundial.

Llegamos así a la "motivación y confianza" que forman parte de la capacidad financiera, según la OCDE, y retomamos la idea inicial de que tales atributos no son la consecuencia natural de los conocimientos, sino el combustible necesario para adquirirlos. Con la suficiente motivación, es posible aumentar el consumo de manzanas… e incluso enfrentarse al desafío de abrir un coco.

Recetas de cultura financiera: cómo mezclar los ingredientes y en qué cantidades. La “ensalada de frutas” no puede ser igual para todos. Para encontrar la proporción de coco, manzanas y maracuyá más adecuada en cada caso, es necesario responder a una serie de cuestiones que se agrupan en dos grandes categorías: 1) Necesidades y punto de partida; 2) Objetivos y evaluación.

Necesidades y punto de partida. ¿Cuáles son las auténticas necesidades del público objetivo? La mejor forma de identificarlas es realizar un análisis conjunto en el que se incluya a los beneficiarios, como señalábamos en el artículo anterior. Mientras algunas son difíciles de apreciar desde fuera, también puede darse el caso contrario: que haya necesidades de las que el grupo objetivo no sea plenamente consciente (por ejemplo, adaptarse a una progresiva implantación de las nuevas tecnologías en la operativa bancaria).

De nuevo tenemos que recordar la importancia de tener en cuenta el contexto social, económico y cultural del grupo objetivo. ¿Cuál es su entorno físico y de qué infraestructuras disponen? ¿Cuentan con los medios para poner en práctica los contenidos y recomendaciones que se les quiere transmitir? Esas sugerencias de comportamiento, ¿son realistas considerando su modo de vida y las circunstancias en las que se desenvuelven? ¿Cuáles son los patrones y códigos culturales que pueden estar influyendo en sus comportamientos y decisiones económicas? Teniendo en cuenta todo lo anterior, ¿qué adaptaciones habría que hacer a los mensajes y consejos habituales?

Las necesidades deben formularse de manera concreta y práctica, evitando planteamientos abstractos del tipo: “Precisan mejorar su cultura financiera para hacer un mejor uso del sistema financiero”.

Una vez que se han definido las necesidades formativas del público objetivo, puede ser útil conocer cuál es el punto de partida. No nos referimos sólo a las clásicas encuestas sobre nivel de cultura financiera (que arrojan los mismos resultados lamentables en todas partes y cuyos resultados deben tratarse con cierta cautela). En realidad, puede ser más revelador (y mucho menos costoso) aprovechar en primera instancia otras fuentes estadísticas indirectas que no reflejen intenciones o situaciones idealizadas, sino comportamientos reales del público: porcentajes de contratación de determinados productos financieros, hábitos de consumo, utilización de los diferentes medios de pago, etc.

Objetivos y evaluación. Obviamente, los objetivos se plantearán en función de las necesidades concretas detectadas y deberán ser realistas, medibles y con plazo, como cualquier objetivo que se precie. Sin embargo, cuando hablamos de educación financiera conviene hacerse algunas preguntas adicionales: ¿Qué esperamos conseguir realmente: sensibilización o capacitación? ¿Nos preocupa más el alcance o la profundidad?

En general, no queda más remedio que elegir: si queremos llegar a colectivos muy numerosos, la profundidad se resiente. Si nuestro propósito es estimular la demanda de cultura financiera (sensibilización), tendremos que dejar el aprendizaje y la transformación de conductas (la auténtica “capacitación”) para otro momento. Es habitual que oigamos hablar de capacitación para definir cualquier acción, por muy escaso que sea su potencial pedagógico. “Este programa ha permitido la capacitación financiera de 3.000 personas”. No, ni mucho menos: se han visto expuestas al programa unas 3.000 personas, lo cual es muy distinto. Si lo hemos hecho muy bien, a lo mejor se ha conseguido concienciar a un porcentaje significativo sobre la importancia del tema. Pero la verdadera capacitación es otra cosa y, en general, requiere una mayor personalización de las acciones.  

Tras establecer los objetivos, cuantitativos y cualitativos, hay que definir cómo se va a valorar el grado de cumplimiento. La evaluación es uno de los grandes desafíos de la educación financiera, ya que muchos de los objetivos más relevantes no son fáciles de medir ni se consiguen en el corto plazo. Como señalan las imprescindibles guías y principios para la evaluación de programas de educación financiera de la OCDE,  los mecanismos de seguimiento y valoración deben diseñarse al mismo tiempo que el programa.

En resumen, para determinar los contenidos y temas que se van a desarrollar en cualquier iniciativa de educación financiera, hay que partir de lo que la gente cree, necesita y desea, no de lo que “racionalmente” pensamos que deberían creer, necesitar y desear. Con la “dieta de la manzana” nos arriesgamos a generar un aborrecimiento insalvable por estas cuestiones, así que definitivamente recomendamos la mezcla de colores y texturas de una buena ensalada de frutas.

Después de ver el “Quién” y el “Qué”, el próximo mes hablaremos de “Cómo” desarrollar un buen programa de educación financiera…para conseguir resultados. 

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