lunes, 30 de enero de 2012

La lucha perdida contra el endeudamiento familiar


Cuando la economía va viento en popa, el exceso de deudas se percibe como una pequeña piedra en el zapato, molesta pero llevadera. Entonces llega alguna crisis y la piedrecita se transforma en un pedrusco inmanejable que lastra el futuro de personas y familias. ¿Hay alguna forma de vencer esa inercia social que fomenta el endeudamiento sistemático? Para responder, necesitamos saber quiénes son los contendientes en tan desigual pelea.

En una esquina del ring, con poquísimos kilos de presupuesto y cierta tendencia a la dispersión, tenemos las iniciativas de educación financiera que claman por el sentido común y  un “endeudamiento inteligente”. En la esquina opuesta, con el peso equivalente a tres luchadores de sumo, tenemos todo el entramado empresarial, financiero e institucional que, bajo el lema “más consumo = más crecimiento”, incita al endeudamiento de todas las formas posibles, ya sean inteligentes o absurdas.

¡Empieza el combate! La educación financiera se pone en movimiento: cualquier curso, portal de Internet o manual de economía personal que se precie dedica algún espacio a la importancia de manejar las deudas de forma responsable. Esta presunta sagacidad deudora suele demostrarse según tres criterios: 1) No superar un determinado nivel de endeudamiento en relación con los ingresos; 2) Que la rentabilidad de las inversiones realizadas supere el coste del endeudamiento; y 3) Destinar la financiación exclusivamente a cierto tipo de bienes y servicios duraderos, para los que endeudarse no sólo parece inevitable, sino aceptable y hasta conveniente: vivienda, coches, estudios… También conocidos como “deudas buenas”.
  
Oooops! Y con esta aceptación, la educación financiera acaba de perder el primer asalto: en España, la mayoría de la población asume con total naturalidad que no es posible tener una vida que merezca tal nombre sin una casa en propiedad y la correspondiente hipoteca a 35 años (o más). Eso, a pesar de que en otros países la gente vive tranquilamente de alquiler o compra sus viviendas al contado, lo que podría sugerirnos que existen alternativas más allá de la hipoteca eterna. Bien, pues no: mientras los programas de economía personal daban saltitos de un lado a otro del ring, el entramado hizo sus deberes y facilitó el acceso al crédito hipotecario hasta amarrar a todo el que se puso a tiro, como atinadamente parodia el siempre genial Forges. 


En cada país, el entramado ofrece sus particulares variedades antropológicas. Gracias a las series de televisión, todos sabemos que en Estados Unidos la inmensa mayoría de los jóvenes universitarios empieza su vida adulta arrastrando las deudas de sus préstamos de estudios, lo que resulta impensable en otras latitudes con mayores facilidades de acceso a la enseñanza superior. Partiendo de este hecho, casi es posible comprender la espectacular carga que suelen acumular en sus tarjetas de crédito: vivir con deudas es algo tan asumido y cotidiano que se corre el riesgo de terminar perdiendo el sentido de la proporción.

Que es, precisamente, lo que ocurre en muchos casos: de financiar la vivienda o los estudios se pasa a comprar a crédito los muebles, las vacaciones, el cambio de coche, la tele de plasma, el último grito en electrónica o lo que sea. Porque, naturalmente, el entramado también ofrece a diestro y siniestro la posibilidad de comprar en comodísimas cuotas, gracias a las cuales acabamos pagando mucho más de lo que vale el objeto o servicio en cuestión. Cualquier cosa con tal de incentivar el consumo porque, si no compramos, las empresas no venden y no salimos de la crisis, ¿no? Interesante concepto: el consumismo como deber patriótico.

Llegados a este punto, la educación financiera está ya medio noqueada en una esquina, tratando de recuperar el fuelle para lanzar un último ataque con el argumento de la responsabilidad personal. Pufffff. "Sensatez y planificación" frente a "gratificación inmediata y facilidades de pago". ¡Qué gran dilema para el ser humano estándar!

Y entonces la crisis aprieta y empiezan a leerse noticias como “Los universitarios estadounidenses van a ser perseguidos por impago” o “Más de medio millón de familias españolas habrán perdido sus viviendas por ejecuciones hipotecarias entre 2008 y 2015”.

¿La educación financiera? De bruces contra la lona y K.O. 

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domingo, 22 de enero de 2012

Horas de trabajo, economía sostenible y responsabilidad social


La disminución del horario laboral es beneficiosa para los individuos, para el planeta y para la economía. Es la tesis central del trabajo de Juliet Schor, profesora de sociología del Boston College y autora de varios best-sellers sobre consumo y economía sostenible.

En su artículo “Menos trabajo, más vida” señala que los individuos con más tiempo libre no solo pueden atender otro tipo de aspiraciones personales y mejorar su calidad de vida sino que, al ganar menos, se acostumbran a gastar menos (y de manera más responsable) con la consiguiente disminución de impactos sobre el medio ambiente. Diversos estudios realizados en países europeos muestran que las familias que dedican más horas al trabajo compensan la escasez de tiempo libre con un mayor gasto en vivienda (casas más grandes con más electrodomésticos), transporte (a mayor jornada laboral, menor uso de transporte público), restaurantes y comida preparada. Es decir, consumen de forma menos saludable para ellos  y menos sostenible para el planeta. Y, por último pero no menos importante, desde una perspectiva macroeconómica la reducción de la jornada laboral constituye una estrategia de apoyo en la lucha contra el desempleo.

Estos planteamientos tienen como objetivo concienciar al público estadounidense, acostumbrado a interminables jornadas laborales. Sin embargo, Europa no presenta un escenario homogéneo. Los datos indican que los trabajadores del sur de Europa (pensemos en España, por ejemplo) trabajan muchas más horas y son menos productivos que los del norte… ¿O no? La trampa está en la expresión “trabajan muchas más horas”. En realidad, lo que sí hacen es pasar mucho más tiempo en los centros de trabajo, en respuesta a una política generalizada de “calentamiento de silla”, a la que todavía son adeptos un gran número de directivos.

Lo cierto es que, a pesar de las arrolladoras evidencias que existen en contra de la racionalidad y eficacia de tal enfoque, muchas empresas siguen valorando de forma positiva la presencia física de los empleados fuera de su horario de trabajo (de manera rutinaria y sin remuneración adicional, por supuesto). Se crean así entornos laborales opresivos, en los que cumplir el horario a rajatabla se considera una muestra de desinterés y falta de compromiso. ¡Adiós a la valoración del rendimiento por objetivos!  

Y lo peor es que esas larguísimas jornadas ni siquiera sirven para cubrir las apariencias. En este vídeo, que ha circulado a lo largo y ancho de Internet, un programa sueco se mofa sin recato de “la gente más trabajadora de Europa”.


Puede que cambiar el estilo y la cultura directiva de todo un país no sea tarea fácil, pero existen soluciones expeditivas para acelerar el proceso. En algunas empresas punteras de Alemania, al finalizar la jornada se apagan las luces de las oficinas. Sin necesidad de grandes estrategias ni de informes de actividad, resulta un ejercicio práctico y útil de responsabilidad social: la empresa ahorra energía y los empleados saben que hay una frontera clara entre sus obligaciones laborales y su vida privada.

Recientemente, Volkswagen anunció que los teléfonos inteligentes de sus empleados quedarán inhabilitados para recibir mensajes fuera de la jornada laboral, ya que considera una intromisión en su espacio personal esperar que estén permanentemente localizables. Cuando lo leí recordé el caso reciente de una colega, a la que su empresa “premió” con una BlackBerry con la condición de que estuviera disponible las veinticuatro horas del día. Lo peor del caso es que ella lo percibía como algo natural, dado su nivel intermedio de responsabilidad… En el fondo, sospecho que estaba bastante orgullosa de tal imposición.

Parece que entre España y Alemania aún hay demasiados kilómetros de distancia.