miércoles, 30 de marzo de 2016

El Test de la Golosina en el mundo de las tasas de interés negativas

¿Cómo animar a la gente a ahorrar para el futuro en un mundo con tasas de interés negativas?

Lo siento, pero no se trata de una pregunta retórica para introducir una propuesta brillante e innovadora de mi propia cosecha. La cruda verdad es que no tengo ni idea.

Mi recorrido profesional me ha brindado la oportunidad de diseñar diferentes programas de inclusión y educación financiera. Por ética y por convicción, creo que los mensajes deben ser a la vez realistas y atractivos. Por desgracia, el sistema financiero nos lo está poniendo cada vez más difícil: si son realistas no son atractivos, y viceversa. 

·         Por un lado, tenemos los mensajes sobre economía personal que acostumbramos a manejar los que trabajamos en este desafiante campo: "¡Cuidado con el endeudamiento excesivo! El consumo consciente y el ahorro inteligente te permitirán conseguir el futuro que deseas. ¡Conocer mejor el sistema financiero te ayudará a beneficiarte de las ventajas y posibilidades que te ofrece!". Etcétera, etcétera.

·         Por otra parte, asistimos a la imparable evolución del sistema financiero, que abandonó hace tiempo el papel de intermediario que le atribuyen los libros de texto para convertirse en el principal motor de las decisiones gubernamentales y las políticas públicas. En este momento, tal mutación amenaza con convertirnos en cobayas de un curioso experimento macroeconómico: las tasas de interés negativas que están estudiando y/o aplicando algunos bancos centrales.


Una explicación difícil

En mis peores pesadillas, me imagino a mí misma en un taller de economía personal para jóvenes, debatiendo con una inteligente joven de dieciocho años:

        Es importante aprender a consumir y ahorrar de forma inteligente.
        ¿Por qué?
        Porque ahorrar es el primer paso para conseguir la vida que deseas.
        Suena genial. Yo quiero hacer un viaje de tres meses por Europa. ¿Debería ahorrar antes en lugar de pedir un préstamo?
        Lo has pillado.
        ¡Pero eso puede llevarme mucho tiempo!
        Tal vez. Pero el test de la golosina demuestra que tienes muchas más posibilidades de ser feliz y de tener éxito en la vida si eres capaz de retrasar la gratificación.
        Yo quiero ser feliz y tener éxito, sin duda. Entonces, ¿cuál es el mejor modo de empezar a ahorrar?
        Abre una cuenta bancaria. Tu dinero estará más seguro.
        ¡Ah, sí! He oído hablar de "la magia del interés compuesto".
        Bueno, ejem... Eso era antes. En realidad, ahora las tasas de interés son negativas, por lo que tendrás que pagar al Banco para que te guarde el dinero.
        ¿Qué? Supongo que está bromeando...
        Me temo que no.
        Pues entonces haré lo mismo que mi abuela: guardar los ahorros bajo el colchón, que al menos me saldrá gratis.
        Pero piensa en las ventajas de tener el dinero en el Banco: la cuenta bancaria te permite acceder a una gran variedad de productos y servicios.
        ¿Por ejemplo?
        Préstamos, tarjetas de crédito...
        A ver si lo entiendo. Me está diciendo que tengo que tengo que demostrar mi autocontrol retrasando mi viaje (la golosina) y pagando al banco para que guarde mis ahorros, lo que me permitirá conseguir crédito en el futuro.
        Pues...
        ¿Y por qué no pido el préstamo desde el principio? Es más razonable pagar intereses por el dinero que me prestan que hacerlo por el dinero que les presto yo.
        Yo... Er... Mm. ¡Te deseo buen viaje!

¿Alguna sugerencia para reaccionar ante este escenario (no tan) hipotético? En un artículo anterior comentábamos que ahorrar es un deporte de alto riesgo, pero parece que se va poniendo peor por momentos. En última instancia, las tasas de interés negativas incentivarán el consumo y el endeudamiento de los particulares, no el ahorro. De extenderse la tendencia, la educación financiera vigente entraría en un estado de obsolescencia programada, si es que no estamos ya en ese punto.

¿Qué hacemos? ¿Echamos imaginación al tema para buscar los aspectos positivos de un sistema financiero en el que se paga por ahorrar (todo un oxímoron), o nos hacemos los despistados y seguimos transmitiendo los mensajes de siempre, con la esperanza de que algún día las aguas vuelvan a su cauce... o las tasas a niveles positivos?


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Cristina Carrillo

jueves, 25 de junio de 2015

¿Sabemos proteger a los consumidores financieros?

El artículo de este mes es inusualmente breve (imagino la gratitud de mis lectores) y está enfocado a un objetivo muy concreto: impulsar la investigación que estamos realizando para mejorar la protección de los consumidores financieros en ARGENTINA.

El análisis se articula a partir del cuestionario diseñado por la Universidad de Roma Tor Vergata y la Unión Italiana de Consumidores, y se está desarrollando de manera simultánea en varios países; entre ellos, Italia, Australia, Islandia, Suecia, España, Brasil y Argentina.

Se estima que en cada país son necesarias 500 respuestas para garantizar la representatividad de la muestra. La fecha límite para lograr esa cifra es el 31 de agosto de 2015. A partir de ese momento se procesarán los datos y comenzará la fase de análisis, conclusiones y propuestas. Los datos de los demás países participantes estarán disponibles a efectos comparativos.

¿A quién le interesa el estudio? A cualquier organización vinculada con los diferentes enfoques de la inclusión y la educación financiera en Argentina: bancos, universidades, organizaciones de consumidores, profesionales y medios de comunicación financiera, organismos públicos, etc.

Aunque pueda resultar evidente la importancia de este tipo de investigaciones, no está de más un pequeño recordatorio: entender mejor las dificultades y problemas de los ciudadanos es imprescindible para desarrollar estrategias de inclusión financiera más realistas, que no pierdan de vista la protección eficaz de los consumidores.

¿Cómo colaborar? Dando a conocer la investigación y difundiendo el cuestionario, con el fin de conseguir el mayor número posible de respuestas.

Los resultados del estudio, tanto para Argentina como para los demás países participantes, serán compartidos públicamente, con el debido reconocimiento a todas las personas y entidades que participen en la difusión.

Atenderé personalmente a todos los que deseen contactarme por mail para obtener más información sobre el proyecto.

El cuestionario puede completarse en la plataforma habilitada por la Universidad de Roma, disponible a través de nuestro enlace de acceso.



Cristina Carrillo

martes, 5 de mayo de 2015

El segmentómetro del rey


Érase una vez, en un país muy, muy cercano, un joven príncipe que subió al trono a la muerte de su padre. Dispuesto a hacer las cosas bien, su primera decisión como rey fue realizar una gira por los países vecinos, para estrechar relaciones y aprender de sus éxitos (y, por qué no, también de sus fracasos).

Una de las cosas que más llamó su atención fue el empeño que mostraban todos los reyes por “mejorar la educación financiera” de sus súbditos. Con tales fines, dictaban bandos con sabios consejos y, en algunos casos, incluso entrenaban a juglares para que recorrieran el territorio, explicando a la gente la diferencia entre manejar sus monedas con prudencia o gastarlas sin criterio.

Como eran reinos modernos y avanzados, que además contaban con caminos bien pavimentados, viviendas dignas, magníficos mercados y palacios de hermosa factura, el joven rey unió en su mente una cosa con otra, y pensó que eso de la educación financiera era un asunto a tener muy en cuenta. “Se ve que la educación y la prosperidad van de la mano. ¡Ea! Me aseguraré de que mis ciudadanos disfruten también de esa educación financiera”.

Difundiendo la panacea

Dicho y hecho. Apenas puso el pie de vuelta en su reino, el joven monarca convocó a sus principales consejeros y les encargó hacer todo lo necesario para transformar a sus medievales súbditos en gente moderna y financieramente educada. ¡Así el reino alcanzaría un esplendor similar al de los países vecinos! Sus consejeros aplaudieron con fervor la iniciativa del rey y le aseguraron que, a partir de ese mismo instante, la educación financiera sería una prioridad de Estado. Muy satisfecho de haber impulsado lo que, sin duda, sería un cambio histórico en la región, el rey volvió a dedicarse a sus otras actividades monárquicas, en especial a ese networking tan del agrado de los nobles: regias reuniones en el extranjero, banquetes e invitaciones mutuas y viajes sin cuento.

Pasaron quince años. El rey ya no era un joven idealista, sino un hombre hecho y derecho. Hastiado de la rutina de su privilegiada existencia, sintió la necesidad de dar un nuevo impulso a su legado. Llamó a sus fieles consejeros y les preguntó por el estado de la educación financiera en el país.

Para su consternación, los consejeros reconocieron que las cosas habían avanzado muy poco. En realidad, seguían igual o peor que al principio. Le explicaron que la “pertinaz sequía” había causado graves dificultades económicas en todo el territorio, y que los lugareños (que seguían tan medievales como antaño) carecían de lo más imprescindible para hacer frente a las vacas flacas.

“Pero, ¿no era vuestra misión mejorar la educación financiera de mis súbditos, para minimizar el efecto de cualquier imprevisto negativo?”

Los consejeros se miraron unos a otros mientras trataban de encontrar una respuesta. Finalmente, el más desenvuelto dio un paso al frente y ofreció su explicación: “Me temo, Majestad, que pese a nuestras inmejorables intenciones no somos las personas adecuadas para encargarnos de la educación financiera. Los distinguidos emisarios que enviamos son muy mal recibidos en las villas y ciudades del reino. En lugar de agradecer los excelentes consejos que se les brindan sobre las virtudes del ahorro, la plebe cree que nuestro altruista interés por su prosperidad oculta aviesas intenciones… como recaudar más impuestos, por ejemplo. ¡Bien sabéis que el vulgo es de natural desconfiado! Además, los elegantes ropajes con los que honramos a Vuestra Majestad despiertan grandes resentimientos y envidias entre el público ignorante. Los más violentos llegan incluso a llenarnos de vituperios y mondas de patata. En resumen, majestad, los mensajes de educación financiera que tan meticulosamente copiamos de los reinos vecinos demostraron ser poco adecuados para un pueblo tan atrasado como el nuestro”.

El rey se debatía entre la sorpresa, el enfado y un cierto grado de culpabilidad, por no haber prestado más atención al proyecto con el que aspiraba a figurar en los libros de historia. “¿Decís que mi legado va a quedar abandonado porque os lanzaron unas cuantas mondas de patata?”.

Frustrado, el rey volvió a solicitar consejo a los monarcas vecinos, más versados en esa elusiva cuestión de la educación financiera. Todos le confirmaron que habían tenido el mismo problema: “Efectivamente, el pueblo llano no suele mostrarse demasiado receptivo a nuestras bondadosas intenciones. Además, necesitarías un ejército de emisarios para llegar a todos los confines del territorio. Nosotros descubrimos hace tiempo una magnífica solución: animar a los comerciantes y prestamistas a proveer la educación financiera que necesita el populacho. Al fin y al cabo, ¿quién más ducho que ellos en el manejo del dinero? Otra ventaja es que, debido a sus actividades, ya están en contacto permanente con la gente, por lo que tienen fácil acceso a todos los rincones del reino”.

Las amistades peligrosas

Ante tan convincente razonamiento, el rey recuperó de inmediato la ilusión perdida. Convocó a los comerciantes y prestamistas y les explicó que la ilustración financiera del pueblo era un objetivo de gran importancia, al que estaban moralmente obligados a contribuir. Eso, sin contar con que una población más próspera les permitiría hacer más y mejores negocios a lo largo del tiempo. El rey se sintió muy satisfecho de su astucia, al haber encontrado un argumento que por fuerza despertaría el interés de sus futuros aliados.

Los comerciantes y prestamistas se mostraron debidamente impresionados por la presciencia de Su Majestad. Lamentaron su inexplicable ceguera ante la obvia (y perjudicial) falta de cultura financiera de la plebe, y se comprometieron a dedicar cuantos recursos fueran necesarios para remediar la situación.

Con la satisfacción del deber cumplido, el rey se relajó y volvió a olvidarse de la educación financiera… durante otros quince años. En ese momento, una remota potencia extranjera encontró el modo de colocar sus productos en todos los mercados del mundo a unos precios de risa, lo que limitó aún más las precarias fuentes de ingresos de los lugareños.

“Pero, ¿cómo es posible?”, bramó el rey, que ya sentía en los huesos el peso de la edad. “¿Por qué siguen mis súbditos chapoteando en la miseria? ¿Acaso se atrevieron los comerciantes y prestamistas a desobedecer mis instrucciones?”

La delegación que se presentó en palacio, en respuesta a la furibunda convocatoria del rey, se apresuró a tranquilizarlo. ¡Por supuesto que habían cumplido sus deseos! ¡Todos los años invertían importantes cantidades de oro y plata en la educación financiera del pueblo! Desenrollaron con gran solemnidad los pergaminos en los que anotaban sus transacciones, para demostrar al rey todos los recursos que destinaban anualmente a los conceptos de “Acciones caritativas” y “Educación de la chusma”.

El segmentómetro

Sumamente desconcertado, el rey volvió a consultar el problema con sus homólogos. Uno de ellos le respondió con gran sensatez: “No puedo ofrecerte consejo sin tener más datos. Para ayudarte a descubrir las raíces del problema te envío a mi asesor personal, junto con un sencillo instrumento de diagnóstico que él mismo ha desarrollado. Confío en que te sea de utilidad”.

El asesor que le envió su regio colega era un anciano de aspecto venerable, que se dispuso a explicarle los fundamentos y usos de la herramienta. Se trataba de una fina varilla de oro puro, en precario equilibrio sobre un eje central. El rey no se sintió muy impresionado por lo que, a primera vista, parecía una vulgar balanza a la que hubiesen quitado los platillos.


“No os dejéis engañar por su aparente simplicidad, Majestad. Tenéis en vuestras manos un segmentómetro mágico. Lo utilizaremos para averiguar a qué segmentos de la población se está dirigiendo la educación financiera en vuestro reino”.

El sabio explicó al monarca que la varilla indicaba la edad de las personas. El extremo izquierdo correspondía a los recién nacidos, y el derecho a las personas de mayor edad y vulnerabilidad. El rey comenzó a sentirse intrigado por el aparatito. “¿Y cómo funciona? ¿Es una especie de brújula?”


“No exactamente”, respondió el sabio. “El segmentómetro registra las actividades de educación financiera que se desarrollan en los alrededores. Para cada una de ellas genera una esfera mágica que orbita sobre la barra, en el lugar que corresponde según la edad del público objetivo”.

“Creo que lo entiendo”, asintió el rey. “Si en las proximidades hay algún taller de educación financiera para hombres y mujeres en la flor de la vida, aparecerá una esfera aproximadamente en el centro, justo sobre el eje… ¿Me equivoco?”

“En absoluto, Majestad, lo habéis comprendido a la perfección”, aduló el sabio, consciente del frágil ego de los poderosos.

“Lo que no acabo de ver es para qué nos servirá eso”, reflexionó el rey en voz alta. “Imagino que la mayor parte de las esferas estarán entre el centro y el extremo derecho, donde se ubican las personas que trabajan y los adultos mayores, que son los que tienen mayor necesidad de educación financiera”.

“Tal vez, Majestad, tal vez”, asintió el sabio con aire misterioso. “Pero creo que no está de más asegurarnos”.

“Vos sois el experto, se hará como decís”, decretó el rey. Dispuesto a comprobar personalmente cómo funcionaba aquel curioso gadget medieval, emprendió junto al sabio un viaje de reconocimiento a lo largo y ancho del reino. Pronto el segmentómetro comenzó a mostrar su magia, y en casi todas las villas de cierta importancia vieron materializarse una o dos esferas, aunque…

“No es posible”, se extrañó el rey, contemplando cómo todas las esferas mágicas se amontonaban en el extremo izquierdo de la varilla. “¿Estáis seguro de que eso funciona correctamente? ¿Niños? ¿Están dando educación financiera a niños entre 5 y 15 años? ¿Qué clase de burla es esta?”



Una apuesta de largo plazo

Indignado, volvió a convocar a los comerciantes y prestamistas y les mostró el segmentómetro. “¡No me extraña que mis súbditos sigan siendo pobres! ¡Estáis enseñando a manejar el dinero a criaturas que no tienen dinero! ¿Acaso me tomáis por idiota?”

Elegantes y dignos, los expertos financieros no parecieron amilanarse ante los exabruptos del monarca. Dejaron que se desahogara un rato y, finalmente, el portavoz tomó la palabra sin atisbo de temor o contrición: “Comprendemos vuestra sorpresa, Majestad, pero os aseguramos que se trata de una decisión muy meditada. Los primeros años tratamos de enseñar cultura financiera a los adultos pero, por desgracia, no tuvimos más éxito que vuestros emisarios. La plebe nos miraba con recelo y hacía comentarios harto ofensivos sobre nuestras legítimas actividades mercantiles, tachándonos de usureros y salteadores de caminos. La triste realidad, Prudentísima Majestad, es que los adultos ya no tienen solución: son brutos sin remedio, y sus cabezas son tan duras que no hay forma de abrirlas a nuevos hábitos ni conocimientos. Después de sesudos estudios, comprendimos que la mejor estrategia es cultivar las tiernas mentes infantiles. Considerad, Serenísimo Monarca, que es una apuesta de largo plazo: los niños y jóvenes de hoy serán los prósperos (y financieramente educados) súbditos del mañana”.

Bastante aplacado, el rey tuvo que reconocer que los argumentos presentados no carecían de mérito. “Algo de razón tenéis, pardiez. No cabe duda de que estáis dedicando muchos recursos a la educación financiera de nuestros niños. Esperemos que los esfuerzos den fruto en los próximos años”.

Transcurrieron otros quince años. El rey estaba ya en el ocaso de su vida y, antes de morir, quiso hacer balance de los logros alcanzados. Tomó el segmentómetro y emprendió su último viaje por el reino que tanto amaba. “Los niños que recibieron educación financiera serán hoy hombres y mujeres adultos y prósperos, sin duda”, se decía, esperanzado. “Ahora tendrán la mente abierta a los cambios del entorno financiero y podrán recibir talleres de actualización…”

Consternado, comprobó que el segmentómetro seguía tan desequilibrado como quince años atrás: todas las esferas mágicas seguían apelotonadas en el extremo izquierdo. “¿Seguimos dando educación financiera sólo a los niños? ¿Será posible que los adultos sean tan cultos y ricos que no necesiten aprender nada más?”.

No era el caso. Pronto comprobó que sus súbditos eran igual de pobres (si no más) que al comienzo de su reinado. Desesperado, paró en una villa de humilde apariencia e hizo llamar al maestro de escuela, al que planteó sus dudas: ¿No habían recibido los niños instrucción financiera durante las últimas décadas? ¿Por qué seguían viviendo en la miseria? Si no había servido para nada, ¿por qué el segmentómetro todavía mostraba una avalancha de cursos y más cursos de educación financiera para niños?

El maestro meneó la cabeza tristemente. “Majestad, ¿de qué sirve hablar sobre el dinero a criaturas que no tienen dinero? A los próceres que se encargan de los cursos les gusta rodearse de jóvenes y ganarse su confianza. Pero, apenas esos niños entran en la edad adulta y comienzan a trabajar, caen en las garras de los magos tarjeteros, igual que sus padres antes que ellos…”.

“¿De qué estás hablando?”, interrumpió el monarca. “¿Quiénes son esos magos tarjeteros?”.

“Oh, son unos expertos en finanzas que trabajan en colaboración con los comerciantes y los prestamistas. Conocen una magia muy poderosa, el hechizo ‘crediticius”, al que casi nadie es capaz de resistirse, y que borra de la mente todo lo aprendido en años anteriores…”.

Agotado y deprimido, el rey volvió a su palacio, convocó a la Corte y les comunicó su intención de abdicar en su hija y heredera.

“Hija mía, sigo pensando que la educación financiera es una cosa muy necesaria, pero tardé demasiado en comprender que es mucho más complicada de lo que creía. He fracasado en mi empeño de legarte un reino próspero, pero te dejo una herramienta y un consejo. La herramienta es este segmentómetro mágico: no te dejes envolver, como hice yo, y asegúrate de que se mantiene equilibrado y de que todo el mundo recibe educación financiera. Y el consejo: la educación financiera, por sí sola, no es ni remotamente suficiente. Vigila y controla que los expertos financieros actúen de forma ética…”

Y, colorín colorado, este cuento… apenas ha empezado.

Cristina Carrillo

miércoles, 18 de febrero de 2015

Ahorrar, un deporte de alto riesgo

A punto de concluir uno de esos periodos de gasto descontrolado que cada vez son más frecuentes, gracias a la constante estimulación publicitaria de nuestro gen comprador, vamos a hablar del ahorro.

¡TRANQUILOS, QUE NO HUYA NADIE! No se trata de la habitual reflexión sobre la importancia de atesorar reservas para las épocas de vacas flacas. Todo lo contrario.

Dispuesta a seguir animando el debate sobre la educación financiera “oficial”, voy a hacer una confesión estremecedora que puede herir gravemente la sensibilidad del lector (los que sigan a partir de este punto lo hacen bajo su propia responsabilidad).  
Estoy harta de hablar (y de oír hablar) de las presuntas virtudes del ahorro. Hartísima. Hasta el infinito y más allá.

No lo puedo evitar. Mi hartazgo se ha visto agravado por la proliferación de voces que, en los últimos tiempos, insisten en la importancia de educar a los niños en la cultura del ahorro. ¡Así, por las buenas! Como si el ahorro fuera algo sencillito e inocuo, una especie de paracetamol financiero infantil.

Pues no, ladies and gentlemen. El ahorro no está exento de riesgos y efectos secundarios. Si la educación proahorro se administra sin los debidos controles, puede causar traumas indelebles en niños y adultos. Lo mismo que empujar a alguien para que se tire en paracaídas, pero sin paracaídas.

Veamos algunos de los peligros ocultos del ahorro:

-        Puede generar adicción
-        Puede generar frustración
-        Puede producir efecto rebote

Adictos al ahorro: ¿los más ricos del cementerio?

La mayoría de nosotros tenemos el autocontrol tan erosionado que nos enganchamos a cualquier cosa: videojuegos, telenovelas, dietas… Por improbable que parezca, incluso hay gente que se engancha al ahorro.

Para los que piensan que bromeo, recordemos los recientes reportajes sobre Anne Wojcicki, la exmujer de uno de los fundadores de Google. Esta señora, riquísima por matrimonio y por sus propios méritos como empresaria, sólo bebe agua del grifo en los restaurantes y prefiere pagar las multas de aparcamiento a poner los tiques correspondientes: después de calcularlo cuidadosamente, comprobó que le salía más rentable saltarse las normas a la torera. Descubrimos así que el ahorro no siempre es virtuoso: la buena de Anne, bastante escasa de espíritu cívico, no parece precisamente un ejemplo a seguir. Sus vecinos y empleados la consideran, más bien, una versión actualizada del avariento Scrooge de Dickens.  

Sin necesidad de llegar a tan mezquinos extremos, no es infrecuente encontrar personas que llevan el ahorro más allá de lo saludable. Cierto asesor financiero me habló de un cliente suyo, con patrimonio suficiente para vivir de las rentas el resto de sus días, que se congelaba de frío en su casa de 300 metros cuadrados con tal de ahorrarse la calefacción. Probablemente terminó muriendo de pulmonía... aunque forrado de dinero, eso sí.

¿Obsesión por el control, miedo al futuro, simple estupidez…? Cualquiera que sea el motivo de estas conductas, sugieren la idea de que el ahorro no es un valor absoluto: más allá de ciertos límites, se convierte en esperpento.

El ahorrador frustrado: del dicho al hecho hay un gran trecho

En un alarde de optimismo, vamos a suponer que nuestros esfuerzos educativos tienen éxito y logramos convertir a un consumidor estándar en un austero ciudadano. Llamaremos Marcelino a nuestro protagonista.

El entusiasmado converso se pone rápidamente manos a la obra, siguiendo a rajatabla el Manual del perfecto ahorrador: identifica sus necesidades, establece metas y plazos, evalúa su patrimonio y su capacidad financiera, etcétera, etcétera.

Y entonces Marcelino se topa con la parte del Manual que recomienda elegir un asesor de confianza. Nuestro héroe dedica unas diez horas al día a comparar en las páginas web las comisiones y servicios de las diferentes entidades y agentes. Aunque la información no es homogénea, el valeroso neófito está decidido a cumplir todos y cada uno de los consejos que le conducirán a “una decisión informada”.

Tras una semana de trabajo intensivo, Marcelino consigue una feroz migraña y una hoja Excel con los resultados de su investigación. Como no es experto en minería de datos, finalmente decide relajarse un poco y elige a su asesor por el científico procedimiento del “pinto pinto gorgorito”.

Siguiendo con el tono positivo, imaginemos que nuestro protagonista tiene la suerte de encontrar un intermediario ejemplar: se preocupa por conocer sus necesidades y objetivos, gestiona con integridad los conflictos de interés (recomendando los productos que más le convienen al cliente y no los que a él le reportan más comisiones), le explica todos los riesgos y la rentabilidad real que puede esperar… ¿Oigo risas? Queridos lectores, no seamos cínicos: soñar es gratis.

Así llegamos al momento de la verdad: ¿dónde ponemos los ahorros? ¿Cuáles son esos productos adecuados para el modesto ahorrador Marcelino en términos de rentabilidad, riesgo, plazo y liquidez? Vaya… parece que la cosa está complicadilla.

Los instrumentos de ahorro/inversión que parecen seguros dan una porquería de intereses. Considerando la inflación, en muchos casos la tasa resulta negativa. Por no mencionar las ocasiones en que la seguridad es sólo una apariencia (que se lo digan a los que adquirieron las participaciones preferentes en España, vendidas como si fueran un depósito de toda la vida). La mera conservación del capital se antoja un objetivo inalcanzable. Otra cosa es si estamos dispuestos a asumir unos cuantos riesguitos sin importancia: en tal caso, siempre es posible optar por alguna burbujeante acción tecnológica, o algún innovador valor híbrido que no es de renta fija ni de renta variable, sino todo lo contrario…

La gama de productos disponibles es tan poco prometedora que, presa de la frustración, Marcelino acaba por preguntarse: ¿Entrego mi dinero para que sea devorado por el sistema financiero o dejo que siga alimentando a los ácaros del colchón?  Gran dilema…

En realidad, este consumidor reconvertido en ahorrador sólo tiene dos opciones: quedarse atascado en la fase de frustración (tras comprobar que eso de ahorrar no es tan fácil como lo pintan) o sufrir un espectacular efecto rebote y volver con renovados bríos al punto de origen.

El efecto rebote: ¡carpe diem!

¡La vida es corta! Mímate. Aprovecha el momento ¡Te mereces un descanso! Y una tele de pantalla plana, y un auto más moderno, y el último smartphone, y…

Más allá de las oportunistas recomendaciones publicitarias para animarnos a gastar todo lo que tenemos (y lo que no), este tipo de mensajes apuntan a nuestra fibra sensible. ¿Quién no perdió a algún ser querido demasiado pronto, o logró superar algún grave problema de salud? Basta con mirar a nuestro alrededor para suscribir eso de que “la vida son dos días, vamos a disfrutar mientras podamos”.

Volvamos a nuestro ahorrador frustrado. Acaba de comprobar que el anhelado “producto de ahorro/inversión que mejor encaja con su perfil” es tan esquivo como un ectoplasma. Por el contrario, tiene a su alcance todo tipo de préstamos y ofertas a pagar en comodísimas cuotas.

Así que, entre asistir a la reposición de El increíble ahorro menguante (con la inflación, las bajas tasas de interés y los cambios fiscales en roles protagónicos) o hacer lo que de verdad le pide el cuerpo, no es de extrañar que Marcelino complete el ciclo y vuelva a su inclinación inicial: endeudarse hasta las cejas y gastar como un descosido.

Entonces, ¿qué hacemos con el ahorro?

Pese al habitual tono desenfadado de este blog, nada de lo anterior es ficción.  Las habituales y bienintencionadas recomendaciones sobre el ahorro siguen basándose en una descripción idealizada del sistema financiero, que no se corresponde con la realidad. La cruda verdad es que el ahorro y la inversión no están al alcance de todos. Los intermediarios no siempre cumplen con su papel y la mayor parte de los productos no están diseñados para resolver las necesidades de las personas.

Hemos argumentado con frecuencia que la educación financiera no es una panacea. Por una parte, porque no tiene en cuenta nuestros mecanismos de toma de decisiones. Por otra, porque ignora las realidades menos amables del sistema financiero. Con una contumacia digna de mejor causa, seguimos atribuyendo las preferencias consumistas del público a desconocimiento, irresponsabilidad, irracionalidad o falta de autocontrol. Aunque puedan estar presentes en muchos casos, estas no son las únicas razones, ni siquiera las más poderosas.

 Tweet: La educación financiera desconectada de la realidad es inútil y afecta a la credibilidad de los que la promueven http://bit.ly/1AFgIYVLa educación financiera desconectada de la realidad es inútil y afecta a la credibilidad de los que la promueven

Posiblemente estoy tirando piedras contra mi propio tejado, pero la actual mística del ahorro no cuadra de ninguna manera… ¿Por qué insistimos en presentarlo como una sencilla opción personal cuando, en realidad, es un deporte de alto riesgo?

Cristina Carrillo

martes, 4 de noviembre de 2014

La arrolladora pasión del emprendedor

Esteban Works  era un emprendedor de éxito. Su idea de crear peluquerías caninas de alto standing, con simuladores virtuales que permitían a los propietarios elegir desde su domicilio el estilo más favorecedor para su mascota, había tenido un éxito insospechado. En el momento en que comienza esta historia, las franquicias Can-Style ya podían encontrarse en los cinco continentes.

Como ya no necesitaba prestar atención a su negocio (una legión de especialistas lo hacía por él) Esteban se convirtió en lo que ahora se llama “un orador motivacional”. Bajo el lema "Si yo pude, tú también", nuestro protagonista recorría el mundo contando sus experiencias, en las que resaltaba tanto los aciertos como los errores que le habían llevado al éxito. “¡Sí, errores!”, afirmaba, antes de realizar una pausa calculada para comprobar que su público estaba debidamente impactado. “Puedo decir, con total honestidad, que he aprendido  más de mis numerosos fracasos que de mis pocos aciertos, ja, ja, ja”.

Después de cinco años de pasear su sapiencia emprendedora a lo largo y ancho del orbe, Esteban estaba tan imbuido de su personaje (el emprendedor visionario) que comenzó a perder el contacto con la realidad. Olvidó convenientemente todos los detallitos sin importancia que no encajaban con su imagen pública de gurú-del-autoempleo-reciclado-en-empresario-muchimillonario (como, por ejemplo, que la idea de recrear la imagen virtual de las mascotas se le había ocurrido a su primo Paco una noche de borrachera colectiva, mientras en la tele ponían un capítulo de CSI Miami... en el que los hombres de Horatio Caine identificaban al sospechoso actualizando un retrato antiguo). En las exposiciones de Esteban, la ignominiosa realidad se transformaba en la siguiente recomendación aleccionadora: “¿Que cómo se nos ocurrió la idea? Mediante un riguroso estudio de mercado, que nos permitió detectar una necesidad insatisfecha entre los propietarios de perros con pedigrí”.

Tampoco tenía nadie por qué enterarse de que los primeros clientes habían contratado sus servicios extorsionados por el padre de Esteban, un empresario de éxito decidido a dar el primer empujoncito a su retoño. “Mi padre se hizo a un lado desde el primer momento, porque cree en el valor del esfuerzo personal”, era la versión oficial sobre sus inicios, que podía encontrarse en la biografía autorizada que inundaba todas las librerías: “Esteban Works: por amor a los canes”.

Esos primeros clientes, poco dispuestos a ser los únicos idiotas que se gastaran un dineral en semejante cosa, decidieron superar la disonancia cognitiva comentando a todo el mundo lo original y exclusivo que era el negocio de “canes con estilo” de Esteban Works. Pronto, la página de fans de Can-Style en Facebook sumaba varios miles de likes, y las fotos de las prolijas y maqueadas mascotas se volvieron virales, cual equivalente canino de las megacursis fotos de bebés de Anne Geddes.

Un cambio de paradigma


Mientras Esteban repetía su conferencia, con ligerísimas variaciones, en los escenarios TEDx del mundo entero, las economías occidentales se debatían en una crisis económica cuyo final ni siquiera se atisbaba.

Como las posibilidades de que los jóvenes encontraran trabajo eran cada vez más remotas, alguien llegó a la conclusión de que estábamos ante un cambio de paradigma, que afectó sobre todo al léxico: los tristes “jóvenes en paro” empezaron a ser conocidos por la mucho más estimulante denominación de “millennials”.

En el nuevo paradigma, el millennial era un joven tan vanguardista y versátil que ni podía ni quería encajar en los moldes laborales tradicionales. Esteban disfrutaba mucho dando charlas a los millennials, siempre con el mismo mensaje central: “No viváis la vida de otros, elegid vuestro propio camino. Encontrad vuestra pasión y seguidla sin desmayo”.

Los jóvenes salían de sus presentaciones inspirados y emocionados, convencidos de que eran genéticamente demasiado creativos como para conformarse con los estrechos límites profesionales de un trabajo convencional, y dispuestos a exprimirse las meninges hasta encontrar LA IDEA que los catapultaría derechitos hasta el Olimpo emprendedor.

Pero los jóvenes no eran los únicos cuyas expectativas se habían visto sacudidas por la crisis. La rosada nube en la que flotaba Esteban comenzó a desteñir cuando sus talleres para emprendedores comenzaron a mostrar una mayor variedad demográfica. De manera progresiva, la audiencia de prometedores millennials se vio ampliada con personas de mediana edad, en su mayoría agobiados padres y madres de familia que habían quedado fuera de juego a causa de las reestructuraciones empresariales.

Con una esperanza sazonada de miedo e impaciencia, esos emprendedores forzosos trataban de encontrar en las apasionadas y sentenciosas recomendaciones de Esteban la receta mágica para un éxito rápido y seguro. “Estudia a los mejores y sigue su ejemplo”, era una de las máximas preferidas de Esteban. Por supuesto, como él era uno de los mejores, la narración novelada de su propia experiencia era casi siempre el tema principal de sus charlas y talleres.

A pesar de su progresivo alejamiento de la realidad, Esteban no era estúpido ni un mal tipo. Algunas de sus recomendaciones (que no eran tanto “suyas" como pertenecientes al acervo cultural del “emprendedor portentoso del siglo XXI”) empezaban a sonarle huecas y falsas incluso a él mismo. “Más fácil decirlo que hacerlo”, susurraba una vocecita interior, cada vez más cínica y persistente.

Sin embargo, la implacable inercia seguía empujándolo hacia delante: más conferencias, más entrevistas, más talleres para enfocar la energía emprendedora de un público muy desorientado… hasta el día en que su burbuja personal estalló.

Siguiendo tu pasión


Era un esplendoroso día de primavera. Esteban impartía un taller de cuatro horas llamado “De la idea a la acción: cómo seguir la ruta emprendedora de Esteban Works”, por el que cada participante había pagado una pequeña fortuna. Para muchos de ellos era un gasto excesivo, pero resultaba fácil de justificar con una de las sentencias preferidas del gurú Works: “El dinero empleado en formación nunca es un gasto, sino una inversión en excelencia que multiplicará tus posibilidades de éxito”.

La sesión comenzó, como de costumbre, con la entrada triunfal de Esteban entre los entusiastas aplausos del público y la reproducción a todo volumen de We are the Champions. Esteban indicó por señas a los asistentes que se pusieran en pie y juntaran las manos en alto,  mientras se dejaban los pulmones repitiendo el estribillo (que era lo único que se sabía la mayoría, y casi todos mal): “ui ar de champions mai freeeeend… and eh… yeah yeah…”.

Con el público nadando en endorfinas, Esteban se lanzó a su acostumbrado repertorio de anécdotas y frases inspiradoras.

Después de una pausa para el café y las galletas, “gran ocasión para comenzar a construir vuestra red de contactos”, durante la que se produjo un intercambio compulsivo de tarjetas comerciales, Esteban anunció que había llegado el momento de la verdad. “Ahora es vuestro turno. Hoy yo soy sólo el presentador, vosotros sois los auténticos protagonistas. Porque  habéis elegido tomar las riendas de vuestras vidas. Porque habéis tenido el coraje de dejar atrás vuestra zona de confort. Porque habéis elegido perseguir vuestros sueños y transformar lo que os apasiona en una forma de vida. Ahora es el momento de compartir con vuestros colegas emprendedores las ideas y proyectos que os inspiran. ¿Quién se anima a empezar con un elevator pitch de tres minutos?”.

Una multitud de manos se alzaron al instante y Esteban eligió a los primeros afortunados. Veinte minutos después, habían escuchado y aplaudido a cinco jóvenes de aspecto aniñado, cuyas explicaciones técnicas hubieran puesto en apuros al mismísimo Stephen Hawking. Por la cabeza de Esteban cruzó fugazmente un pensamiento que rozaba la herejía: "Estoy hasta la coronilla de estos cerebritos obsesionados con la nanotecnología". Con un meritorio esfuerzo de mindfulness logró controlar su expresión sin delatar el hartazgo que sentía. "Necesito alguien que devuelva este grupo al mundo real". Apenas había terminado de formular el deseo cuando sus entrenados ojos localizaron en la fila 13 al candidato perfecto. Era un hombre robusto de unos 52 años, cuya expresión mostraba una difusa mezcla de concentración y esperanza. "Seguro que su proyecto es algo útil, comprensible y sensato", se dijo Esteban.

"Usted, caballero... Sí, usted, el del pullover rojo. ¿Sería tan amable de compartir con nosotros su elevator pitch...? Quiero decir... que si podría contarnos de forma breve y atractiva en qué consiste su proyecto, por qué cree que puede ser un éxito y..."

"Sé lo que es un elevator pitch", interrumpió el hombre un poco ofendido.

"Sí, tiene razón, disculpe...". Esteban recurrió a sus tablas para superar el desliz con naturalidad. "Llevo tanto tiempo dando conferencias que no logro desprenderme del tonillo didáctico", rió . ¿Nos puede decir su nombre?".

"Me llamo Ángel".

"Excelente, Ángel, excelente. Puedes empezar cuando quieras".

"Ayudo a las personas amantes de los loros y periquitos a disfrutar de unas mascotas adiestradas para reproducir a la perfección los discursos más inspiradores de la historia: Sócrates, Barak Obama, Steve Jobs, Martin Luther King... ¡Incluso estoy trabajando con un periquito para que repita el discurso que diste tú en la Universidad de Princeton! Aún a riesgo de pecar de inmodestia, debo decir que mi entrenamiento no sólo hace que los loros reproduzcan las palabras, sino también las inflexiones y el timbre de la voz, con una asombrosa fidelidad. Huelga decir que, si bien se trata de un negocio estrictamente cultural y por completo inofensivo, he establecido límites éticos inquebrantables. Por ejemplo, ninguna de mis aves aprenderá jamás los discursos de Hitler. Entre otras cosas, porque el alemán es un idioma endemoniadamente difícil..."

El emprendedor Ángel continuó de esta guisa más allá de los tres minutos reglamentarios, sin que nadie en el estupefacto auditorio tuviera muy claro cómo reaccionar. Por fin, Esteban logró recuperar el habla:

"Disculpa, Ángel... Ya superaste con creces tus tres minutos. Dime la verdad... Esto es una broma de cámara oculta, ¿verdad?".

Ángel parpadeó, desconcertado. "¿Cámara oculta? ¿Qué quieres decir?".

"Ejem... Bien, sin duda tienes un hobby muy original...".

"¡No es un hobby! Siempre me gustaron los loros, pero son animales delicados que requieren grandes cuidados. Hice lo que aconsejabas en tu libro: busqué el modo de convertir una afición que me apasiona en un negocio. Como decía Confucio: el que hace lo que ama, no trabaja ni un sólo día de su vida".

Convencido por fin de que el hombre hablaba en serio, Esteban comenzó a expresarse con mayor cautela:

"¿Y cuánto tiempo llevas con el negocio? ¿Has vendido algún... er... periquito?"

"Oh, llevo unos dos años. No, aún soy nuevo en esto del marketing, estoy pensando en contratar un community manager para que dé a conocer el negocio en redes sociales.... Pero no estoy preocupado porque, como señalas en tu libro, es normal que los negocios más innovadores encuentren resistencias al principio. ¡El mundo está lleno de personas que abandonaron porque no sabían que sólo  estaban a un metro de la meta! Desde luego yo no voy a ser uno de ellos, no, señor".

"Ya... En fin, ¿ te has planteado la posibilidad de que sencillamente no exista demanda para tu producto? ¿Quién querría tener una mascota tan delicada y, si me perdonas, tan molesta y cara de mantener, con el único objeto de  escuchar un discurso famoso que puedes encontrar en  YouTube?".

Ángel se mostró perplejo durante unos instantes, pero finalmente sonrió con alivio y guiñó el ojo a Esteban. "Ya entiendo, esto es una prueba. Como dices en tu libro: El primero en tener una idea siempre debe enfrentarse a la incomprensión de los que temen salir de su zona de confort. Ja, ja, yo ya superé esa prueba: mi mujer se divorció de mí y se fue con los chicos cuando empecé a llenar la casa de loros. Pobrecilla, carece de visión emprendedora...".

Rezando por no obtener la respuesta que esperaba, Esteban se atrevió con otra pregunta: "Ángel, ¿de dónde sacaste el dinero para comenzar tu proyecto?"

"De la indemnización por despido… Estuve 25 años en la misma empresa, hubo ajustes y… en fin. Por suerte me echaron con un buen pellizco.  Mi mujer quería poner una panadería. Nunca tuvo imaginación ni empuje, pobrecilla, por mucho que insistí no hubo forma de que se leyera tu libro. Lo de la panadería hubiese dado para sobrevivir, no digo yo que no, pero ¿quién quiere sobrevivir cuando se puede luchar por un sueño? Cuando me despidieron, recordé el mantra del emprendedor: ¡Toda crisis es una oportunidad! Y aquí estamos...".

Esteban no dijo más. Se dio media vuelta y abandonó el escenario. Durante unos minutos, el público esperó su reaparición, pensando que aquello era un golpe de efecto y que formaba parte del espectáculo. No era así. Esteban Works, sencillamente, había desaparecido de la faz de la Tierra.

Epílogo


Aunque al principio se organizó un gran revuelo, con la huida de Esteban llenando portadas y programas de cotilleos, la implacable actualidad pronto relegó a nuestro héroe al panteón de los sucesos olvidados. Hasta que...

El nuevo libro de Esteban Works inundó las librerías: “De emprendedor a profesional: cómo encontrar el trabajo adecuado para ti”. En él, Esteban recomendaba evitar las modas y ser consciente de los pros y contras de cada elección personal. “Ni todos estamos hechos para trabajar en una empresa, ni todos hemos nacido para ser emprendedores o futuros empresarios. Encuentra tu propia voz y no sigas a ningún gurú”.

Las reflexiones de Esteban no terminaban ahí: “Cada vez más expertos y blogueros tratan de llamar la atención sobre las trampas de la fiebre emprendedora: no es como una actividad artística, en la que sólo cuentan los deseos personales de auto-expresión. Es una actividad comercial, y las actividades y deseos necesitan enmarcarse de manera realista en una red de diversos servicios y conocimientos profesionales: legales, económico-financieros, comerciales, etc. Dejemos de usar la falta de cultura emprendedora como una cortina de humo para desplazar el debate social sobre el modelo económico y laboral de nuestros días. Si de verdad queremos ayudar e impulsar a los emprendedores, hagámoslo bien y no minimicemos el esfuerzo necesario. La pasión no puede sustituir a un buen estudio de viabilidad”.

De este modo, Esteban se convirtió en el gurú del “movimiento anti-gurús”, y comenzó a ser citado como ejemplo de evolución personal basada en la libertad y en la independencia de criterio. Pronto comenzó a ser habitual de las charlas TEDx, y volvió a los escenarios a dar charlas, talleres y entrevistas explicando cómo se dio cuenta de que su experiencia personal podía confundir a los emprendedores, en lugar de ayudarlos.

Consciente de la ironía de la situación, Esteban decidió que no valía la pena luchar contra lo inevitable: estaba destinado a ser un creador de tendencia. "¡Los seres humanos no tenemos remedio!", concluyó, encogiéndose de hombros. 

Y se compró una mansión en Malibú.

AVISO. Esta historia es sólo una fábula completamente inventada (o tal vez no). Cualquier remoto parecido con personas o sucesos reales es simple coincidencia (o tal vez no). Bajo ningún concepto se pretende insinuar que en el actual “acervo cultural del emprendedor” hay mucha paja y poco grano (o tal vez sí).

Cristina Carrillo 

martes, 16 de septiembre de 2014

Vida y trabajo en el siglo XXI. Preguntas más frecuentes


Ni contigo ni sin ti
tienen mis penas remedio.
Contigo porque me matas,
y sin ti porque me muero. 

Cuando Antonio Machado escribió esta paradoja, seguramente no se paró a pensar en la cantidad de situaciones y objetos de amor imposible a los que podría aplicarse. En esta ocasión, dedicamos la copla a uno de los elementos más complejos, problemáticos y debatidos de nuestros días: el trabajo.

Los desafíos laborales del siglo XXI pueden tratarse desde tantos puntos de vista (la mayoría contradictorios) que no he sido capaz de darle una estructura coherente al artículo. Así que, para disimular, he optado por hacerme la original y utilizar un formato muy familiar para todos los que "vivimos" en Internet: Preguntas más frecuentes.

Aquí van todas mis dudas y auto-contestaciones sobre tan apasionante cuestión. El verdadero objetivo no es ofrecer respuestas, sino plantear algunas reflexiones sobre esa parcela de nuestra vida a la que tanto tiempo y esfuerzo dedicamos.

  • ¿Estudias o trabajas?
  • El trabajo, ¿es un derecho o una obligación?
  • ¿Existe el trabajo ideal?
  • ¿Qué nos aporta el trabajo?
  • ¿Es posible vivir sin trabajar?
  • La jubilación, ¿descanso o desprecio?

¿Estudias o trabajas?

Probablemente no exista una frase más tonta para iniciar una conversación, y dudo mucho de que alguien la utilice en la vida real. Lo interesante de la fórmula es que transmite la idea de que no cabe ninguna otra alternativa aceptable. O estudias o trabajas. Después de todo, se espera de nosotros que seamos seres productivos, por lo que nuestra edad adulta debemos dedicarla a producir… o a prepararnos para hacerlo. Y cuanto más, mejor.  

El periodo de nuestra vida en el que no tenemos más responsabilidad que disfrutar, comer y dormir es, por desgracia, muy corto. Con apenas tres añitos, y sin que nadie nos prepare para procesar tan estresante cambio, pasamos del tibio entorno familiar al despiadado mundo de… la escuela. A partir de ahí, lo que nos define frente a los demás es nuestra ocupación y sus resultados: las calificaciones que obtenemos, las hazañas deportivas (o la falta de ellas) y los logros en cualquier otra actividad que emprendamos.

El trabajo, ¿es un derecho o una obligación?

Pues depende de lo que entendamos por trabajo. Si pensamos en esos empleos insatisfactorios y rutinarios en los que uno siente que es menos valioso para los jefes que las máquinas con las que trabaja, no parece muy lógico considerarlo un derecho. Tampoco se trata estrictamente de una obligación, ya que todos tenemos la posibilidad de buscar otras formas de obtener los recursos que necesitamos para vivir.

Podríamos decir que el trabajo es una necesidad derivada de la estructura social en la que hemos nacido: si queremos mantenernos dentro de ese esquema (y son muy raras las personas que se plantean no hacerlo) no parece haber otra opción que estudiar, trabajar o ambas cosas al tiempo. Lo cual nos deja con muy poco espacio para… vivir. Al menos, de una manera que sea significativa para nosotros.

Nuestra relación con el trabajo es tan esquizofrénica que nos quejamos cuando lo tenemos y también cuando nos falta. Cuando lo tenemos, nos plantea problemas como la frustración, la rutina, el estrés, que no nos valoren lo suficiente (en lo profesional y en lo económico), etc. Sin embargo, la mayoría estamos de acuerdo en que es mucho peor no tenerlo, y no sólo por la interrupción de nuestra fuente de ingresos.

Probablemente todos recordamos The Full Monty, una entrañable película de 1997 en la que un grupo de desempleados ingleses organiza un espectáculo de striptease, con el fin de llenar sus muchas horas libres y, de paso, ganar algún dinero. La camaradería entre los improvisados strippers provenía de compartir la misma sensación de destierro, de sentirse al margen de un mundo que seguía adelante mientras ellos parecían quedar varados.

El personaje más infeliz de todos, sin embargo, era el ejecutivo que salía todas las mañanas de su casa trajeado como si se dirigiera a la oficina, decidido a evitar que su mujer se enterara de lo que él percibía como un humillante fracaso personal. En la oficina de empleo se mantenía apartado del resto del grupo, como si hacer vida social con sus compañeros lo situara automáticamente dentro del grupo de los “excluidos”.

En ocasiones, lo más devastador de perder el empleo no son los problemas financieros, sino el modo en que se tambalea nuestra identidad social: en gran medida, nos percibimos a nosotros mismos según (creemos que) nos ven los demás. Acostumbrados a permitir que la actividad que realizamos defina nuestro valor personal, ¿qué queda de nosotros cuando dejamos de desempeñar esa ocupación que nos “etiqueta” y nos acredita como miembros (presuntamente) útiles de la sociedad?

¿Existe el trabajo ideal?

¡Por supuesto que sí! Sólo hay un problema: que el concepto de “ideal” varía mucho de unas personas a otras. Los valores, miedos y características personales, unidos a las convenciones sociales imperantes en cada tiempo y lugar, generan definiciones de idealidad de lo más variopinto. Veamos algunas:

  • Es “ideal” trabajar para el Gobierno: seguro y para toda la vida. Da igual que esté mal pagado o que consista en pegar sellos ocho horas al día.
  • Es “ideal” trabajar para una gran empresa que todo el mundo conozca: el brillo de la empresa se te pega automáticamente y da lustre a tu curriculum. No importa que tus tareas sean aburridísimas o que tus cualidades pasen completamente desapercibidas en tan opulenta estructura.
  • Es “ideal” trabajar en algo que te permita colgar tus diplomas en la pared. Es irrelevante si lo elegiste sólo por tradición familiar o porque se supone que siempre habrá demanda de tal profesión.

Podríamos llenar varias páginas con variantes de las que, de manera harto cuestionable, están socialmente catalogadas como ocupaciones ideales. En realidad, sí existen trabajos perfectos para cada uno de nosotros: son los que hacen que cada mañana nos levantemos contentos y cantarines cual enanito de Blancanieves, sintiendo que lo que hacemos no sólo nos satisface sino que tiene un propósito. (En este preciso momento no tengo el gusto de conocer a nadie que se encuentre en tan feliz situación, pero he oído comentar que existen algunos casos).

¿Qué nos aporta el trabajo?

Además de la identidad social que deriva de nuestras actividades públicas, tener una ocupación nos aporta una “identidad familiar” como proveedores de sustento:  el trabajo nos proporciona los recursos necesarios para atender a las necesidades materiales de nuestra familia.

Sin embargo, esto no es suficiente: debe ofrecernos el estímulo y el espacio necesarios para que podamos responder también a las exigencias afectivas y emocionales de quienes nos rodean. Un trabajo muy bien remunerado pero que consume todo nuestro tiempo y nos genera ansiedad o frustración puede que cumpla la primera de esas funciones, pero no la segunda.

Comentábamos que uno de los atributos generalmente asociados a un buen trabajo es la “seguridad”. No es casualidad que la valoración de esta característica (cada vez más infrecuente, por otra parte), aumente a medida que nos hacemos mayores. A la hostilidad de un entorno laboral sumamente competitivo se une la acumulación de ataduras y responsabilidades familiares (niños, hipotecas, planes de jubilación…).

En este contexto, la posibilidad de elegir el mejor trabajo para nosotros, el que puede hacernos más felices y dar verdadero sentido a nuestros días, se convierte casi en una quimera. Después de todo, ¡hay responsabilidades y cuentas que pagar todos los meses! La gran pregunta es: ¿cuántas de esas necesidades son nuestras y verdaderas, y cuáles nos vienen sugeridas o impuestas desde fuera?

¿Es posible vivir sin trabajar?

En la Inglaterra tradicional (y en general en la vieja Europa), no tener que trabajar era señal de nobleza. Los aristócratas despreciaban olímpicamente a todos los que, por necesidad o interés, desempeñaran alguna actividad remunerada. El valor de un caballero venía determinado por la importancia de las rentas anuales que generaban sus inversiones, en especial la explotación de sus tierras.

Aquellos lectores que hayan leído "Orgullo y Prejuicio", de Jane Austen, recordarán la conmoción que se adueñó de la localidad ante la llegada de dos caballeros, uno de los cuales tenía "¡cinco mil libras anuales de renta!". Lo cual, como es lógico, le convertía en un apetecible partido para las señoritas casaderas. La preeminencia social de los nobles dependía de la magnitud de sus rentas, es decir, de lo que hoy se denomina en algunos ámbitos de la economía personal “ingresos pasivos”.

En realidad, los nobles ingleses sí trabajaban, y mucho (al menos, los que no querían verse arruinados): su tarea era vigilar sus inversiones para asegurarse de que se mantenían productivas. Eso implicaba, para los caballeros más inteligentes y sensatos, cuidar de los arrendatarios, mejorar los cultivos, etc. La sutil diferencia es que no "obtenían el dinero de otros" sino que "cuidaban de lo suyo". Los burgueses y la clase trabajadora obtenían el dinero cobrando por los bienes y servicios que ofrecían a los demás, lo cual se consideraba… una completa vulgaridad.

¡Cómo cambian los tiempos! Resulta que esa vulgaridad es el equivalente a lo que hoy entendemos por “trabajo”: prestar nuestras habilidades a otros a cambio de una remuneración más o menos fija. Si no trabajamos, no obtenemos ingresos. Los nobles, por el contrario, trabajaban para sí mismos, estructurando sus inversiones hasta el punto en que su intervención se limitaba a establecer las grandes líneas de acción y supervisar el trabajo que otros realizaban para ellos. Es lo que promueven algunos de los gurús de la "libertad financiera", solo que conseguirlo no es ni mucho menos tan fácil como ellos lo presentan.

La jubilación, ¿descanso o desprecio?

Entre las muchas soluciones absurdas que las mentes preclaras del mundo occidental están poniendo en marcha para tratar de enfrentar la crisis, hay una que se lleva la palma: retrasar la edad de jubilación. El objetivo inmediato es disminuir el peso de las pensiones en los exhaustos presupuestos nacionales, claro. Las emociones individuales que genera semejante perspectiva dependen, como es lógico, del trabajo que tenga cada uno.

Para los que se sienten atados a un trabajo aburrido e insatisfactorio, es como si a alguien que está a punto de salir de prisión, después de una larguísima condena, le dijeran que han cambiado las leyes y que tiene que estarse un par de añitos más en el trullo. Uuuuuf. ¿Es que no nos merecemos un descanso?

Por el lado opuesto, aquellos que desarrollan una ocupación productiva y gratificante pueden percibir la jubilación como una expulsión forzosa del mundo “activo”, con la consiguiente y dolorosa pérdida de la identidad social que comentábamos al principio.

La jubilación activa, vista por Forges
Veamos un enfoque alternativo: la jubilación es un momento perfecto para el cambio de actividad. Lo ideal sería que nos “jubiláramos” varias veces a lo largo de nuestra existencia, adaptando nuestros trabajos y ocupaciones a los diferentes ciclos vitales. El objetivo de conseguir un empleo “para toda la vida” es inhumano porque nosotros no somos los mismos durante toda la vida. Los sueños, habilidades y esperanzas son diferentes a los 20, a los 40, a los 60 y a los 80.

No se me ocurre mejor ejemplo para cerrar esta idea y este artículo que la historia de Pedro Rodríguez-Ponga, que compartió conmigo nuestra colaboradora Victoria González Quintana (autora de un excelente In Memoriam). Fallecido en Madrid a finales de 2012, con 99 años, fue un pionero que fundó y presidió la Federación Internacional de Bolsas de Valores. Alrededor de los 70, después de haber ocupado innumerables cargos de prestigio, se retiró de sus actividades públicas en los mercados, se puso a estudiar Psicología y pasó consulta hasta su muerte. ¿Quién puede poner etiquetas a una vida así?

Cristina Carrillo

La primera versión de este artículo se publicó por primera vez en Mi Dinero: Tu revista de finanzas personales, actualmente accesible a través de El Recetario Financiero.