martes, 22 de noviembre de 2011

¿Cultura financiera? Qué interesante. ¿Y eso qué es?


Con ligeras variaciones, es la respuesta habitual cuando intentamos explicar por qué nos dedicamos a esto. Es bastante frustrante que si alguien se define como “especialista en SEO” cualquier usuario de Internet lo comprenda de inmediato, mientras que para explicar en qué consiste la cultura financiera tenemos que lanzarnos a una enumeración de ejemplos que, por desgracia, tampoco suelen despertar el entusiasmo del interlocutor. ¡Definitivamente la cultura financiera carece de glamour!

Claro que en los últimos tiempos la palabra "finanzas" tiene muy mala prensa, y probablemente con razón. Este desconocimiento es más peligroso de lo que parece, porque lo que estamos planteando es algo tan imprescindible y cotidiano como saber obtener el máximo partido de nuestros recursos. ¿Suena mejor así? Cultura financiera es tener la actitud y los hábitos correctos para manejar tu economía personal de la forma más favorable posible. Ni más, ni menos.

Para comprobar que no es un objetivo remoto, complejo ni inaccesible, vamos a repasar los elementos que definen a una persona “financieramente culta”:

Sentido común. Los principios básicos de las finanzas personales son: gasta menos de lo que ganas, endéudate de manera inteligente y ten claras tus prioridades. Parece sencillo, ¿no es cierto? Sin embargo, en Estados Unidos y Europa hay muchas familias sobre-endeudadas y en quiebra, tras años de vivir al día y muy por encima de las propias posibilidades.

Lo cual nos permite recordar que la falta de cultura financiera es perfectamente compatible con un elevado nivel formativo o profesional en cualquier otro campo. De hecho, es habitual que personas con buenos ingresos sean incapaces de llegar a fin de mes o asuman deudas que acaban lastrando cualquier tipo de proyecto vital. La inercia consumista es, sin duda, un motor poderoso.

Responsabilidad personal. Los principios y valores que hacen que una persona se preocupe por reciclar su basura son los mismos que le harán adoptar comportamientos de ahorro y consumo responsable. La cultura financiera no se refiere solo al dinero, sino al uso que hacemos de todos los recursos a nuestra disposición, lo que evidentemente tiene implicaciones económicas positivas tanto para los individuos como para la sociedad en su conjunto.

En este sentido, resulta novedosa y meritoria la iniciativa de la empresa Patagonia, especializada en ropa y equipos de montaña: se ha aliado con eBay para sugerirles a sus clientes que no compren sus productos mientras no los necesiten de verdad, además de pedirles que traten de arreglar lo que se rompa en lugar de tirarlo. Sin duda es un cambio de enfoque en nuestros extendidos hábitos de “usar y tirar”, y sirve como ejemplo de que el consumo responsable es bueno para el medio ambiente… y para el presupuesto personal.

No delega las decisiones. Puede que la primera reacción sea “¡Yo no hago eso!”. En realidad, es lo que hacemos la mayoría. Cada vez que vamos al banco y firmamos un papel sin leerlo antes,  estamos confiando en que otra persona sabe mejor que nosotros lo que necesitamos. O cuando contratamos un seguro sin saber el alcance de la cobertura. O cuando guardamos o tiramos sin leer las cartas del banco. Estas “acciones por omisión” significan que, de forma inconsciente, estamos dejando que otros manejen nuestras finanzas.

Hace ya muchos años que el gran escritor y economista español José Luis Sampedro explicaba de manera inmejorable cómo nuestros sistemas educativos fallan a la hora de preparar a los jóvenes para enfrentarse al mundo real: “Es un hecho que el bachiller o el alumno de enseñanza media o preuniversitaria sale de las aulas conociendo, por ejemplo, lo que es la calcopirita, pero sin haber recibido la menor información sobre lo que es un banco. A pesar de que indudablemente (sin la menor intención de menospreciar a la calcopirita) es casi seguro que el flamante bachiller habrá de recurrir a algún banco durante su vida, siendo, en cambio, poco probable que le afecte algo relacionado con la calcopirita”.

Espíritu emprendedor. ¿Un empleo seguro para toda la vida o la disposición a arriesgarse para crear riqueza? La cultura financiera nos permite entender que hay vida más allá de la nómina. Sin embargo, lo ideal es que esta obviedad se asuma desde la juventud, sin que sea necesario que se den circunstancias traumáticas (despidos masivos, tsunamis financieros o similares) para que una persona, de manera desesperada y sin la motivación correcta, se lance a montar un negocio.

En resumen, la verdadera cultura financiera no son fórmulas matemáticas, conceptos complejos ni jerga incomprensible, sino actitudes y comportamientos cotidianos al alcance de todos. Si este artículo ha contribuido de alguna forma a interesarte por estos temas, por favor difúndelo… Sería estupendo que, la próxima vez que nos confesemos fans de la cultura financiera, recibiéramos una nueva respuesta: “¡Ah, sí, me interesa muchísimo!” 

lunes, 7 de noviembre de 2011

¿En qué se parecen la responsabilidad social y la educación financiera?

En que todo el mundo las necesita pero muy pocos las aprovechan. Pese a esta formulación desenfadada, se trata de una realidad que dista mucho de ser divertida: estamos ante dos conceptos que, bien enfocados y apropiadamente difundidos, podrían mejorar de manera notable el bienestar colectivo, tanto por separado como de forma combinada. Sin embargo, en la práctica no siempre se traducen en proyectos eficaces que marquen una diferencia real.

Es posible identificar algunas similitudes que podrían explicar las dificultades para aprovechar las posibilidades transformadoras de las políticas de responsabilidad social y de las iniciativas de educación financiera. Veamos algunas de ellas y cómo se relacionan entre sí:

Se trata de conceptos genéricos que pueden ser interpretados y aplicados de formas muy diversas. Las posibilidades son tan amplias que en ocasiones lo práctico se diluye entre los numerosos debates terminológicos o académicos. Cuando comento que me dedico a la “educación financiera”, invariablemente tengo que incluir una enumeración de ejemplos para aclarar a qué me refiero, y siempre me quedo con la impresión de que no he conseguido transmitir por qué es tan importante (salvo predisposición previa favorable por parte del interlocutor). Con la RSE es aún más complicado: las posibilidades de actuación que ofrece el término “social” son virtualmente infinitas.

En parte como consecuencia de lo anterior, los potenciales (e incuestionables) beneficios no son percibidos de manera intuitiva por quienes deben llevar a la práctica una y otra, lo que obliga a los convencidos y a los profesionales a una inacabable búsqueda de argumentos. ¿Cómo se tienta a los consejos de administración de las empresas para que interioricen la responsabilidad social en todos los niveles de la organización? ¿Cómo se persuade a los individuos de que no pueden abandonar a la inercia las decisiones sobre sus recursos financieros? ¿Por qué resulta tan complicado transmitir a empresas e individuos  que asumir las responsabilidades que les corresponden es esencialmente beneficioso para ellos? ¿Cómo se contrarrestan hábitos y creencias profundamente arraigados, tanto en el tejido corporativo como en los comportamientos individuales?

Estas cuestiones nos llevan a otra de las grandes similitudes: el mal enfoque de la comunicación y la difusión. A los que nos dedicamos a la responsabilidad social y/o a la educación financiera nos cuesta encontrar argumentos eficaces porque la necesidad de ambas nos parece evidente y fruto del sentido común. Más nos vale asumir de una vez por todas que no es así. Si nuestro objetivo es modificar comportamientos (ya sea de empresas o de personas) hay que encontrar el interruptor adecuado para activar los cambios en cada caso.

Cuando nos dirigimos a las personas, los argumentos puramente racionales no bastan: es necesario encontrar esa “tecla emocional” que conmueve y moviliza de forma casi inconsciente. La publicidad nos ofrece innumerables ejemplos. ¿Cómo es posible que algunas compañías que no ofrecen nada especialmente útil ni intrínsecamente positivo tengan tanto éxito en sus ventas? Porque sus comunicaciones apelan a los sentimientos y a las emociones, no a la razón. Esto es algo muy obvio (el ABC del marketing) para las empresas que venden hamburguesas, tabaco o potentes automóviles a los que las normas de tráfico jamás permitirán circular a la velocidad que pueden llegar a alcanzar. Sin embargo, al parecer no es tan evidente para quienes ofrecemos programas de educación financiera: los interminables sermones y ejemplos numéricos sobre la necesidad de controlar ingresos y gastos no van a conseguir nada por sí mismos, mientras no consigamos conectarlos con los deseos, motivaciones y anhelos reales de las personas.

Por el contrario, y con una persistencia digna de mejor causa, nos empeñamos en tratar de convencer a las empresas y a quienes las dirigen, que por puro instinto de supervivencia trabajan para que las cuentas cuadren con beneficios, de que se comporten de forma ética y generosa. Así que mucho me temo que, en general y salvo honrosas excepciones, estamos apretando  de forma sistemática el interruptor equivocado: utilizamos los números para tratar de convencer a las personas y las emociones para intentar persuadir a las empresas. ¿No seríamos más eficaces en nuestra labor si lo hiciéramos al revés? Este es el momento de mencionar que la mayor parte del trabajo ya está hecha: respetados expertos han demostrado con cifras y datos objetivos que el progreso social y la protección del entorno son definitivamente beneficiosos para los resultados empresariales.

Por mi parte, ¡no pienso volver a utilizar un solo número en mis próximas presentaciones sobre cambio y mejora de los hábitos financieros personales!