jueves, 25 de junio de 2015

¿Sabemos proteger a los consumidores financieros?

El artículo de este mes es inusualmente breve (imagino la gratitud de mis lectores) y está enfocado a un objetivo muy concreto: impulsar la investigación que estamos realizando para mejorar la protección de los consumidores financieros en ARGENTINA.

El análisis se articula a partir del cuestionario diseñado por la Universidad de Roma Tor Vergata y la Unión Italiana de Consumidores, y se está desarrollando de manera simultánea en varios países; entre ellos, Italia, Australia, Islandia, Suecia, España, Brasil y Argentina.

Se estima que en cada país son necesarias 500 respuestas para garantizar la representatividad de la muestra. La fecha límite para lograr esa cifra es el 31 de agosto de 2015. A partir de ese momento se procesarán los datos y comenzará la fase de análisis, conclusiones y propuestas. Los datos de los demás países participantes estarán disponibles a efectos comparativos.

¿A quién le interesa el estudio? A cualquier organización vinculada con los diferentes enfoques de la inclusión y la educación financiera en Argentina: bancos, universidades, organizaciones de consumidores, profesionales y medios de comunicación financiera, organismos públicos, etc.

Aunque pueda resultar evidente la importancia de este tipo de investigaciones, no está de más un pequeño recordatorio: entender mejor las dificultades y problemas de los ciudadanos es imprescindible para desarrollar estrategias de inclusión financiera más realistas, que no pierdan de vista la protección eficaz de los consumidores.

¿Cómo colaborar? Dando a conocer la investigación y difundiendo el cuestionario, con el fin de conseguir el mayor número posible de respuestas.

Los resultados del estudio, tanto para Argentina como para los demás países participantes, serán compartidos públicamente, con el debido reconocimiento a todas las personas y entidades que participen en la difusión.

Atenderé personalmente a todos los que deseen contactarme por mail para obtener más información sobre el proyecto.

El cuestionario puede completarse en la plataforma habilitada por la Universidad de Roma, disponible a través de nuestro enlace de acceso.



Cristina Carrillo

martes, 5 de mayo de 2015

El segmentómetro del rey


Érase una vez, en un país muy, muy cercano, un joven príncipe que subió al trono a la muerte de su padre. Dispuesto a hacer las cosas bien, su primera decisión como rey fue realizar una gira por los países vecinos, para estrechar relaciones y aprender de sus éxitos (y, por qué no, también de sus fracasos).

Una de las cosas que más llamó su atención fue el empeño que mostraban todos los reyes por “mejorar la educación financiera” de sus súbditos. Con tales fines, dictaban bandos con sabios consejos y, en algunos casos, incluso entrenaban a juglares para que recorrieran el territorio, explicando a la gente la diferencia entre manejar sus monedas con prudencia o gastarlas sin criterio.

Como eran reinos modernos y avanzados, que además contaban con caminos bien pavimentados, viviendas dignas, magníficos mercados y palacios de hermosa factura, el joven rey unió en su mente una cosa con otra, y pensó que eso de la educación financiera era un asunto a tener muy en cuenta. “Se ve que la educación y la prosperidad van de la mano. ¡Ea! Me aseguraré de que mis ciudadanos disfruten también de esa educación financiera”.

Difundiendo la panacea

Dicho y hecho. Apenas puso el pie de vuelta en su reino, el joven monarca convocó a sus principales consejeros y les encargó hacer todo lo necesario para transformar a sus medievales súbditos en gente moderna y financieramente educada. ¡Así el reino alcanzaría un esplendor similar al de los países vecinos! Sus consejeros aplaudieron con fervor la iniciativa del rey y le aseguraron que, a partir de ese mismo instante, la educación financiera sería una prioridad de Estado. Muy satisfecho de haber impulsado lo que, sin duda, sería un cambio histórico en la región, el rey volvió a dedicarse a sus otras actividades monárquicas, en especial a ese networking tan del agrado de los nobles: regias reuniones en el extranjero, banquetes e invitaciones mutuas y viajes sin cuento.

Pasaron quince años. El rey ya no era un joven idealista, sino un hombre hecho y derecho. Hastiado de la rutina de su privilegiada existencia, sintió la necesidad de dar un nuevo impulso a su legado. Llamó a sus fieles consejeros y les preguntó por el estado de la educación financiera en el país.

Para su consternación, los consejeros reconocieron que las cosas habían avanzado muy poco. En realidad, seguían igual o peor que al principio. Le explicaron que la “pertinaz sequía” había causado graves dificultades económicas en todo el territorio, y que los lugareños (que seguían tan medievales como antaño) carecían de lo más imprescindible para hacer frente a las vacas flacas.

“Pero, ¿no era vuestra misión mejorar la educación financiera de mis súbditos, para minimizar el efecto de cualquier imprevisto negativo?”

Los consejeros se miraron unos a otros mientras trataban de encontrar una respuesta. Finalmente, el más desenvuelto dio un paso al frente y ofreció su explicación: “Me temo, Majestad, que pese a nuestras inmejorables intenciones no somos las personas adecuadas para encargarnos de la educación financiera. Los distinguidos emisarios que enviamos son muy mal recibidos en las villas y ciudades del reino. En lugar de agradecer los excelentes consejos que se les brindan sobre las virtudes del ahorro, la plebe cree que nuestro altruista interés por su prosperidad oculta aviesas intenciones… como recaudar más impuestos, por ejemplo. ¡Bien sabéis que el vulgo es de natural desconfiado! Además, los elegantes ropajes con los que honramos a Vuestra Majestad despiertan grandes resentimientos y envidias entre el público ignorante. Los más violentos llegan incluso a llenarnos de vituperios y mondas de patata. En resumen, majestad, los mensajes de educación financiera que tan meticulosamente copiamos de los reinos vecinos demostraron ser poco adecuados para un pueblo tan atrasado como el nuestro”.

El rey se debatía entre la sorpresa, el enfado y un cierto grado de culpabilidad, por no haber prestado más atención al proyecto con el que aspiraba a figurar en los libros de historia. “¿Decís que mi legado va a quedar abandonado porque os lanzaron unas cuantas mondas de patata?”.

Frustrado, el rey volvió a solicitar consejo a los monarcas vecinos, más versados en esa elusiva cuestión de la educación financiera. Todos le confirmaron que habían tenido el mismo problema: “Efectivamente, el pueblo llano no suele mostrarse demasiado receptivo a nuestras bondadosas intenciones. Además, necesitarías un ejército de emisarios para llegar a todos los confines del territorio. Nosotros descubrimos hace tiempo una magnífica solución: animar a los comerciantes y prestamistas a proveer la educación financiera que necesita el populacho. Al fin y al cabo, ¿quién más ducho que ellos en el manejo del dinero? Otra ventaja es que, debido a sus actividades, ya están en contacto permanente con la gente, por lo que tienen fácil acceso a todos los rincones del reino”.

Las amistades peligrosas

Ante tan convincente razonamiento, el rey recuperó de inmediato la ilusión perdida. Convocó a los comerciantes y prestamistas y les explicó que la ilustración financiera del pueblo era un objetivo de gran importancia, al que estaban moralmente obligados a contribuir. Eso, sin contar con que una población más próspera les permitiría hacer más y mejores negocios a lo largo del tiempo. El rey se sintió muy satisfecho de su astucia, al haber encontrado un argumento que por fuerza despertaría el interés de sus futuros aliados.

Los comerciantes y prestamistas se mostraron debidamente impresionados por la presciencia de Su Majestad. Lamentaron su inexplicable ceguera ante la obvia (y perjudicial) falta de cultura financiera de la plebe, y se comprometieron a dedicar cuantos recursos fueran necesarios para remediar la situación.

Con la satisfacción del deber cumplido, el rey se relajó y volvió a olvidarse de la educación financiera… durante otros quince años. En ese momento, una remota potencia extranjera encontró el modo de colocar sus productos en todos los mercados del mundo a unos precios de risa, lo que limitó aún más las precarias fuentes de ingresos de los lugareños.

“Pero, ¿cómo es posible?”, bramó el rey, que ya sentía en los huesos el peso de la edad. “¿Por qué siguen mis súbditos chapoteando en la miseria? ¿Acaso se atrevieron los comerciantes y prestamistas a desobedecer mis instrucciones?”

La delegación que se presentó en palacio, en respuesta a la furibunda convocatoria del rey, se apresuró a tranquilizarlo. ¡Por supuesto que habían cumplido sus deseos! ¡Todos los años invertían importantes cantidades de oro y plata en la educación financiera del pueblo! Desenrollaron con gran solemnidad los pergaminos en los que anotaban sus transacciones, para demostrar al rey todos los recursos que destinaban anualmente a los conceptos de “Acciones caritativas” y “Educación de la chusma”.

El segmentómetro

Sumamente desconcertado, el rey volvió a consultar el problema con sus homólogos. Uno de ellos le respondió con gran sensatez: “No puedo ofrecerte consejo sin tener más datos. Para ayudarte a descubrir las raíces del problema te envío a mi asesor personal, junto con un sencillo instrumento de diagnóstico que él mismo ha desarrollado. Confío en que te sea de utilidad”.

El asesor que le envió su regio colega era un anciano de aspecto venerable, que se dispuso a explicarle los fundamentos y usos de la herramienta. Se trataba de una fina varilla de oro puro, en precario equilibrio sobre un eje central. El rey no se sintió muy impresionado por lo que, a primera vista, parecía una vulgar balanza a la que hubiesen quitado los platillos.


“No os dejéis engañar por su aparente simplicidad, Majestad. Tenéis en vuestras manos un segmentómetro mágico. Lo utilizaremos para averiguar a qué segmentos de la población se está dirigiendo la educación financiera en vuestro reino”.

El sabio explicó al monarca que la varilla indicaba la edad de las personas. El extremo izquierdo correspondía a los recién nacidos, y el derecho a las personas de mayor edad y vulnerabilidad. El rey comenzó a sentirse intrigado por el aparatito. “¿Y cómo funciona? ¿Es una especie de brújula?”


“No exactamente”, respondió el sabio. “El segmentómetro registra las actividades de educación financiera que se desarrollan en los alrededores. Para cada una de ellas genera una esfera mágica que orbita sobre la barra, en el lugar que corresponde según la edad del público objetivo”.

“Creo que lo entiendo”, asintió el rey. “Si en las proximidades hay algún taller de educación financiera para hombres y mujeres en la flor de la vida, aparecerá una esfera aproximadamente en el centro, justo sobre el eje… ¿Me equivoco?”

“En absoluto, Majestad, lo habéis comprendido a la perfección”, aduló el sabio, consciente del frágil ego de los poderosos.

“Lo que no acabo de ver es para qué nos servirá eso”, reflexionó el rey en voz alta. “Imagino que la mayor parte de las esferas estarán entre el centro y el extremo derecho, donde se ubican las personas que trabajan y los adultos mayores, que son los que tienen mayor necesidad de educación financiera”.

“Tal vez, Majestad, tal vez”, asintió el sabio con aire misterioso. “Pero creo que no está de más asegurarnos”.

“Vos sois el experto, se hará como decís”, decretó el rey. Dispuesto a comprobar personalmente cómo funcionaba aquel curioso gadget medieval, emprendió junto al sabio un viaje de reconocimiento a lo largo y ancho del reino. Pronto el segmentómetro comenzó a mostrar su magia, y en casi todas las villas de cierta importancia vieron materializarse una o dos esferas, aunque…

“No es posible”, se extrañó el rey, contemplando cómo todas las esferas mágicas se amontonaban en el extremo izquierdo de la varilla. “¿Estáis seguro de que eso funciona correctamente? ¿Niños? ¿Están dando educación financiera a niños entre 5 y 15 años? ¿Qué clase de burla es esta?”



Una apuesta de largo plazo

Indignado, volvió a convocar a los comerciantes y prestamistas y les mostró el segmentómetro. “¡No me extraña que mis súbditos sigan siendo pobres! ¡Estáis enseñando a manejar el dinero a criaturas que no tienen dinero! ¿Acaso me tomáis por idiota?”

Elegantes y dignos, los expertos financieros no parecieron amilanarse ante los exabruptos del monarca. Dejaron que se desahogara un rato y, finalmente, el portavoz tomó la palabra sin atisbo de temor o contrición: “Comprendemos vuestra sorpresa, Majestad, pero os aseguramos que se trata de una decisión muy meditada. Los primeros años tratamos de enseñar cultura financiera a los adultos pero, por desgracia, no tuvimos más éxito que vuestros emisarios. La plebe nos miraba con recelo y hacía comentarios harto ofensivos sobre nuestras legítimas actividades mercantiles, tachándonos de usureros y salteadores de caminos. La triste realidad, Prudentísima Majestad, es que los adultos ya no tienen solución: son brutos sin remedio, y sus cabezas son tan duras que no hay forma de abrirlas a nuevos hábitos ni conocimientos. Después de sesudos estudios, comprendimos que la mejor estrategia es cultivar las tiernas mentes infantiles. Considerad, Serenísimo Monarca, que es una apuesta de largo plazo: los niños y jóvenes de hoy serán los prósperos (y financieramente educados) súbditos del mañana”.

Bastante aplacado, el rey tuvo que reconocer que los argumentos presentados no carecían de mérito. “Algo de razón tenéis, pardiez. No cabe duda de que estáis dedicando muchos recursos a la educación financiera de nuestros niños. Esperemos que los esfuerzos den fruto en los próximos años”.

Transcurrieron otros quince años. El rey estaba ya en el ocaso de su vida y, antes de morir, quiso hacer balance de los logros alcanzados. Tomó el segmentómetro y emprendió su último viaje por el reino que tanto amaba. “Los niños que recibieron educación financiera serán hoy hombres y mujeres adultos y prósperos, sin duda”, se decía, esperanzado. “Ahora tendrán la mente abierta a los cambios del entorno financiero y podrán recibir talleres de actualización…”

Consternado, comprobó que el segmentómetro seguía tan desequilibrado como quince años atrás: todas las esferas mágicas seguían apelotonadas en el extremo izquierdo. “¿Seguimos dando educación financiera sólo a los niños? ¿Será posible que los adultos sean tan cultos y ricos que no necesiten aprender nada más?”.

No era el caso. Pronto comprobó que sus súbditos eran igual de pobres (si no más) que al comienzo de su reinado. Desesperado, paró en una villa de humilde apariencia e hizo llamar al maestro de escuela, al que planteó sus dudas: ¿No habían recibido los niños instrucción financiera durante las últimas décadas? ¿Por qué seguían viviendo en la miseria? Si no había servido para nada, ¿por qué el segmentómetro todavía mostraba una avalancha de cursos y más cursos de educación financiera para niños?

El maestro meneó la cabeza tristemente. “Majestad, ¿de qué sirve hablar sobre el dinero a criaturas que no tienen dinero? A los próceres que se encargan de los cursos les gusta rodearse de jóvenes y ganarse su confianza. Pero, apenas esos niños entran en la edad adulta y comienzan a trabajar, caen en las garras de los magos tarjeteros, igual que sus padres antes que ellos…”.

“¿De qué estás hablando?”, interrumpió el monarca. “¿Quiénes son esos magos tarjeteros?”.

“Oh, son unos expertos en finanzas que trabajan en colaboración con los comerciantes y los prestamistas. Conocen una magia muy poderosa, el hechizo ‘crediticius”, al que casi nadie es capaz de resistirse, y que borra de la mente todo lo aprendido en años anteriores…”.

Agotado y deprimido, el rey volvió a su palacio, convocó a la Corte y les comunicó su intención de abdicar en su hija y heredera.

“Hija mía, sigo pensando que la educación financiera es una cosa muy necesaria, pero tardé demasiado en comprender que es mucho más complicada de lo que creía. He fracasado en mi empeño de legarte un reino próspero, pero te dejo una herramienta y un consejo. La herramienta es este segmentómetro mágico: no te dejes envolver, como hice yo, y asegúrate de que se mantiene equilibrado y de que todo el mundo recibe educación financiera. Y el consejo: la educación financiera, por sí sola, no es ni remotamente suficiente. Vigila y controla que los expertos financieros actúen de forma ética…”

Y, colorín colorado, este cuento… apenas ha empezado.

Cristina Carrillo

miércoles, 18 de febrero de 2015

Ahorrar, un deporte de alto riesgo

A punto de concluir uno de esos periodos de gasto descontrolado que cada vez son más frecuentes, gracias a la constante estimulación publicitaria de nuestro gen comprador, vamos a hablar del ahorro.

¡TRANQUILOS, QUE NO HUYA NADIE! No se trata de la habitual reflexión sobre la importancia de atesorar reservas para las épocas de vacas flacas. Todo lo contrario.

Dispuesta a seguir animando el debate sobre la educación financiera “oficial”, voy a hacer una confesión estremecedora que puede herir gravemente la sensibilidad del lector (los que sigan a partir de este punto lo hacen bajo su propia responsabilidad).  
Estoy harta de hablar (y de oír hablar) de las presuntas virtudes del ahorro. Hartísima. Hasta el infinito y más allá.

No lo puedo evitar. Mi hartazgo se ha visto agravado por la proliferación de voces que, en los últimos tiempos, insisten en la importancia de educar a los niños en la cultura del ahorro. ¡Así, por las buenas! Como si el ahorro fuera algo sencillito e inocuo, una especie de paracetamol financiero infantil.

Pues no, ladies and gentlemen. El ahorro no está exento de riesgos y efectos secundarios. Si la educación proahorro se administra sin los debidos controles, puede causar traumas indelebles en niños y adultos. Lo mismo que empujar a alguien para que se tire en paracaídas, pero sin paracaídas.

Veamos algunos de los peligros ocultos del ahorro:

-        Puede generar adicción
-        Puede generar frustración
-        Puede producir efecto rebote

Adictos al ahorro: ¿los más ricos del cementerio?

La mayoría de nosotros tenemos el autocontrol tan erosionado que nos enganchamos a cualquier cosa: videojuegos, telenovelas, dietas… Por improbable que parezca, incluso hay gente que se engancha al ahorro.

Para los que piensan que bromeo, recordemos los recientes reportajes sobre Anne Wojcicki, la exmujer de uno de los fundadores de Google. Esta señora, riquísima por matrimonio y por sus propios méritos como empresaria, sólo bebe agua del grifo en los restaurantes y prefiere pagar las multas de aparcamiento a poner los tiques correspondientes: después de calcularlo cuidadosamente, comprobó que le salía más rentable saltarse las normas a la torera. Descubrimos así que el ahorro no siempre es virtuoso: la buena de Anne, bastante escasa de espíritu cívico, no parece precisamente un ejemplo a seguir. Sus vecinos y empleados la consideran, más bien, una versión actualizada del avariento Scrooge de Dickens.  

Sin necesidad de llegar a tan mezquinos extremos, no es infrecuente encontrar personas que llevan el ahorro más allá de lo saludable. Cierto asesor financiero me habló de un cliente suyo, con patrimonio suficiente para vivir de las rentas el resto de sus días, que se congelaba de frío en su casa de 300 metros cuadrados con tal de ahorrarse la calefacción. Probablemente terminó muriendo de pulmonía... aunque forrado de dinero, eso sí.

¿Obsesión por el control, miedo al futuro, simple estupidez…? Cualquiera que sea el motivo de estas conductas, sugieren la idea de que el ahorro no es un valor absoluto: más allá de ciertos límites, se convierte en esperpento.

El ahorrador frustrado: del dicho al hecho hay un gran trecho

En un alarde de optimismo, vamos a suponer que nuestros esfuerzos educativos tienen éxito y logramos convertir a un consumidor estándar en un austero ciudadano. Llamaremos Marcelino a nuestro protagonista.

El entusiasmado converso se pone rápidamente manos a la obra, siguiendo a rajatabla el Manual del perfecto ahorrador: identifica sus necesidades, establece metas y plazos, evalúa su patrimonio y su capacidad financiera, etcétera, etcétera.

Y entonces Marcelino se topa con la parte del Manual que recomienda elegir un asesor de confianza. Nuestro héroe dedica unas diez horas al día a comparar en las páginas web las comisiones y servicios de las diferentes entidades y agentes. Aunque la información no es homogénea, el valeroso neófito está decidido a cumplir todos y cada uno de los consejos que le conducirán a “una decisión informada”.

Tras una semana de trabajo intensivo, Marcelino consigue una feroz migraña y una hoja Excel con los resultados de su investigación. Como no es experto en minería de datos, finalmente decide relajarse un poco y elige a su asesor por el científico procedimiento del “pinto pinto gorgorito”.

Siguiendo con el tono positivo, imaginemos que nuestro protagonista tiene la suerte de encontrar un intermediario ejemplar: se preocupa por conocer sus necesidades y objetivos, gestiona con integridad los conflictos de interés (recomendando los productos que más le convienen al cliente y no los que a él le reportan más comisiones), le explica todos los riesgos y la rentabilidad real que puede esperar… ¿Oigo risas? Queridos lectores, no seamos cínicos: soñar es gratis.

Así llegamos al momento de la verdad: ¿dónde ponemos los ahorros? ¿Cuáles son esos productos adecuados para el modesto ahorrador Marcelino en términos de rentabilidad, riesgo, plazo y liquidez? Vaya… parece que la cosa está complicadilla.

Los instrumentos de ahorro/inversión que parecen seguros dan una porquería de intereses. Considerando la inflación, en muchos casos la tasa resulta negativa. Por no mencionar las ocasiones en que la seguridad es sólo una apariencia (que se lo digan a los que adquirieron las participaciones preferentes en España, vendidas como si fueran un depósito de toda la vida). La mera conservación del capital se antoja un objetivo inalcanzable. Otra cosa es si estamos dispuestos a asumir unos cuantos riesguitos sin importancia: en tal caso, siempre es posible optar por alguna burbujeante acción tecnológica, o algún innovador valor híbrido que no es de renta fija ni de renta variable, sino todo lo contrario…

La gama de productos disponibles es tan poco prometedora que, presa de la frustración, Marcelino acaba por preguntarse: ¿Entrego mi dinero para que sea devorado por el sistema financiero o dejo que siga alimentando a los ácaros del colchón?  Gran dilema…

En realidad, este consumidor reconvertido en ahorrador sólo tiene dos opciones: quedarse atascado en la fase de frustración (tras comprobar que eso de ahorrar no es tan fácil como lo pintan) o sufrir un espectacular efecto rebote y volver con renovados bríos al punto de origen.

El efecto rebote: ¡carpe diem!

¡La vida es corta! Mímate. Aprovecha el momento ¡Te mereces un descanso! Y una tele de pantalla plana, y un auto más moderno, y el último smartphone, y…

Más allá de las oportunistas recomendaciones publicitarias para animarnos a gastar todo lo que tenemos (y lo que no), este tipo de mensajes apuntan a nuestra fibra sensible. ¿Quién no perdió a algún ser querido demasiado pronto, o logró superar algún grave problema de salud? Basta con mirar a nuestro alrededor para suscribir eso de que “la vida son dos días, vamos a disfrutar mientras podamos”.

Volvamos a nuestro ahorrador frustrado. Acaba de comprobar que el anhelado “producto de ahorro/inversión que mejor encaja con su perfil” es tan esquivo como un ectoplasma. Por el contrario, tiene a su alcance todo tipo de préstamos y ofertas a pagar en comodísimas cuotas.

Así que, entre asistir a la reposición de El increíble ahorro menguante (con la inflación, las bajas tasas de interés y los cambios fiscales en roles protagónicos) o hacer lo que de verdad le pide el cuerpo, no es de extrañar que Marcelino complete el ciclo y vuelva a su inclinación inicial: endeudarse hasta las cejas y gastar como un descosido.

Entonces, ¿qué hacemos con el ahorro?

Pese al habitual tono desenfadado de este blog, nada de lo anterior es ficción.  Las habituales y bienintencionadas recomendaciones sobre el ahorro siguen basándose en una descripción idealizada del sistema financiero, que no se corresponde con la realidad. La cruda verdad es que el ahorro y la inversión no están al alcance de todos. Los intermediarios no siempre cumplen con su papel y la mayor parte de los productos no están diseñados para resolver las necesidades de las personas.

Hemos argumentado con frecuencia que la educación financiera no es una panacea. Por una parte, porque no tiene en cuenta nuestros mecanismos de toma de decisiones. Por otra, porque ignora las realidades menos amables del sistema financiero. Con una contumacia digna de mejor causa, seguimos atribuyendo las preferencias consumistas del público a desconocimiento, irresponsabilidad, irracionalidad o falta de autocontrol. Aunque puedan estar presentes en muchos casos, estas no son las únicas razones, ni siquiera las más poderosas.

 Tweet: La educación financiera desconectada de la realidad es inútil y afecta a la credibilidad de los que la promueven http://bit.ly/1AFgIYVLa educación financiera desconectada de la realidad es inútil y afecta a la credibilidad de los que la promueven

Posiblemente estoy tirando piedras contra mi propio tejado, pero la actual mística del ahorro no cuadra de ninguna manera… ¿Por qué insistimos en presentarlo como una sencilla opción personal cuando, en realidad, es un deporte de alto riesgo?

Cristina Carrillo