Reconozco que el título es un poco engañoso. O generoso, según se
mire. Desde un punto de vista estrictamente racional, nos cuesta tomar buenas
decisiones... financieras o de cualquier otro tipo. Parece que el
problema reside en nuestra incapacidad congénita para percibir la realidad tal
como es, mientras nos dejamos confundir con alegre inconsciencia por toda
suerte de ilusiones visuales, auditivas y cognitivas.
No se trata de una mera suposición intuitiva. Hace años que los investigadores
de la “behavioral economics” acumulan datos que acreditan nuestra irracionalidad
decisoria. En el excelente curso A Beginner’s
Guide to Irrational Behavior, de Duke University para Coursera, el profesor Dan Ariely aporta fascinantes
ejemplos de cómo nuestros engranajes cerebrales nos conducen a elecciones poco
afortunadas… y a insistir en ellas una y otra vez. ¿Alguien duda de que entender
nuestros mecanismos de toma de decisiones es vital para quienes nos ocupamos de
promover la educación financiera y la adquisición de hábitos sostenibles?
Pese a que los teóricos de la economía más ortodoxa insisten en que
basta con proveernos de montañas de información para que tomemos decisiones
racionales, la terca realidad muestra que el neocórtex está de vacaciones la
mayor parte del tiempo. Puesto que es el cerebro límbico o emocional el que se
encarga de casi todo, nuestras
decisiones no sólo están influenciadas, sino que incluso pueden ser CREADAS por
algunos de los siguientes factores:
- Percepciones ilusorias de la realidad
- Elementos irrelevantes o aleatorios
- Ley del mínimo esfuerzo: las opciones “por defecto”
- Resistencia al cambio
Percepciones ilusorias de la realidad. En la red abundan los ejemplos de ilusiones
visuales, y a todos nos resulta muy entretenido comprobar que basta un ligero
cambio de enfoque para transformar lo que parece evidente en un asombroso error
de percepción.
Por desgracia, nuestra capacidad de auto-engaño no se limita a
cuestiones tan inofensivas y anecdóticas. Si la visión, uno de los sentidos
humanos más perfectos y desarrollados, es capaz de confundirnos hasta tal
punto, ¿cómo podemos confiar en el pobre cerebro, saturado de condicionamientos
culturales e influencias externas de las que no somos conscientes?
En efecto, también nuestras decisiones económicas y de consumo se ven
afectadas por percepciones ilusorias y/o engañosas. Según un estudio
de la Universidad de Clark publicado en 2012 en el Journal of Consumer Psychology, los precios con más sílabas se
perciben como superiores incluso cuando se presentan de manera visual, lo que
afecta negativamente a la intención de compra. En el experimento realizado, los
precios de computadoras y televisores se percibían como de mayor magnitud
cuando incluían centavos: los consumidores sienten
que 1.493,29 dólares son mucho más que 1.493 dólares. Los investigadores
sugieren que tal circunstancia puede convertirse en un poderoso argumento
subliminal de ventas: basta con referirse de la manera más breve posible a los
precios de los productos propios (“catorce noventa y tres”) y adjudicar todas
las sílabas a los precios de la competencia (“mil cuatrocientos noventa y tres
con veintinueve”).
Desde otro punto de vista, los comercios tienen claro el valor
psicológico de evitar los redondeos: todos sabemos que 7,99 euros son muchísimo menos que 8 euros. En este
caso, parece que el exceso de sílabas que aportan los decimales queda sobradamente
compensado por la disminución del 8 al 7.
Elementos irrelevantes o aleatorios. Aún más sorprendente es nuestra tendencia a
estimar el valor de las cosas basándonos en elementos accidentales, que no
guardan relación ni con su valor intrínseco ni con la satisfacción que nos
proporcionan. Un experimento muy
revelador consistió en entregar a un grupo de individuos una lista con seis artículos
de uso y consumo cotidianos, para que indicasen lo que estaban dispuestos a
pagar por cada uno de ellos: un ratón para el ordenador, un teclado, una
botella de vino caro, una botella de vino barato, un libro especializado y una
caja de bombones. Antes de comenzar, se les pedía que escribieran en la parte
superior de la hoja las dos últimas cifras de su número de la Seguridad Social.
Sin motivo aparente, los que tenían números de la Seguridad Social más elevados
se mostraron dispuestos a pagar más por todos los artículos que aquellos con números
más bajos.
¿Qué tiene que ver el número de la Seguridad Social con el valor que
atribuimos a determinados objetos o experiencias? Obviamente, nada. Parece que
nuestro cerebro necesita referencias y utiliza como “ancla” lo que tiene más a
mano, tanto si es pertinente como si no. ¿Y si no hay anclas? ¡Pues se
inventan! Cuando Apple lanzó en 2007 el primer iPhone, los consumidores
carecían de bases de comparación para atribuir valor a un producto tan
novedoso. El iPhone de 8 GB salió a un precio de 600 dólares. Dos meses
después, la empresa lo rebajó a 400 dólares. ¿De verdad había perdido un tercio
de su valor en tan poco tiempo? ¿Se había equivocado el departamento comercial
de Apple con el precio inicial? Ni lo uno ni lo otro: de manera completamente
deliberada, Apple había establecido un “ancla” que posicionó los 400 dólares en
la mente del público como un precio muy razonable.
Ley del mínimo esfuerzo: las opciones “por
defecto”. Tanto si somos
conscientes como si no, pasamos casi todo nuestro tiempo de vigilia tomando
decisiones. Si tuviéramos que hacer un profundo análisis racional de los pros y
contras para cada una de ellas, nuestra vida sería terriblemente complicada. Al
parecer, el truco que emplean las
personas con grandes responsabilidades es apegarse a la rutina en decisiones
sencillas (comida, ropa…) con el fin de liberar tiempo y energía para esas
otras decisiones de mayor calado que exigen reflexión y “racionalidad”. Aunque,
por suerte, la mayoría de nosotros no tenemos que preocuparnos por el impacto
externo de nuestras elecciones (el perjuicio o el beneficio se limita a un
reducido grupo de allegados), somos igualmente aficionados a dejar la mente en
barbecho y elegir “por defecto”.
Se obtuvieron conclusiones significativas sobre esta cuestión al
analizar los porcentajes de donación de órganos en diferentes países europeos.
Mientras unos se acercan al 100%, otros no pasan de un triste 15%. La
justificación por motivos culturales o religiosos queda invalidada cuando se
observa que países con más similitudes que diferencias muestran comportamientos
absolutamente dispares: mientras Austria está en el grupo del 100%, Alemania presenta
un modesto 12%; Bélgica tiene un 98% y Holanda sólo alcanzó el 28% después de
intensas campañas institucionales.
La razón de tales diferencias reside en algo tan aparentemente
accesorio como la forma en que se pide a los ciudadanos que manifiesten su
adhesión. Los países con porcentajes más elevados siguen el sistema denominado opt-out: si los ciudadanos no indican lo
contrario, se los considera donantes de órganos. Los porcentajes más bajos
corresponden a países con sistema de opt-in:
sólo se convierten en donantes quienes manifiestan de forma expresa su
conformidad, marcando la casilla correspondiente. En el primer caso, la
condición de donante se adquiere por defecto, sin que sea necesario realizar
acción alguna al respecto. Para muchos individuos puede ser un quebradero de
cabeza plantearse cuestiones tan personales y complejas como el destino de sus
restos mortales; pero si el gobierno facilita
la tarea dando por hecha la donación, esta se percibe como una conducta
apropiada, cívica y “recomendada”, y su aceptación pasiva no sólo resulta muy cómoda,
sino que queda desprovista de todo conflicto moral.
En entornos más cotidianos, algunas ONG están utilizando una eficaz variante
de la donación por defecto a través
de los supermercados. En los pagos en efectivo, cuando el cajero informa al
cliente del monto de la compra, le pregunta si quiere recibir la moneda
fraccionaria que le correspondería como cambio o si está dispuesto a donarla a
la obra benéfica de turno. De este modo, la decisión de donar deriva de una
conducta totalmente pasiva: no recibir las pequeñas monedas del cambio. Aun sin
disponer de los datos, sospecho que por esta vía la recaudación es muy superior
a la que se obtendría poniendo una hucha junto a la caja, lo que exigiría al cliente
el esfuerzo psicológico de desprenderse activamente de las monedas.
Puesto que estamos programados para inclinarnos por la pasividad, sea
cual sea el resultado de la misma, la opción “por defecto” será la que
adoptemos la mayor parte de las personas. Resulta evidente el riesgo que esto
implica. Hemos visto dos ejemplos de elecciones por defecto que no perjudican a
quien las toma y que pueden generar beneficios relevantes para la comunidad.
Pero, ¿qué ocurre cuando la opción por defecto se diseña para favorecer
determinados intereses particulares?
Pensemos en algunas situaciones habituales relacionadas con productos
financieros. “La inversión se renovará automáticamente con las nuevas
condiciones si el titular no manifiesta lo contrario antes de los cinco días
hábiles previos al vencimiento”. “Los dividendos serán reinvertidos en acciones
de la compañía, salvo que el accionista exprese su deseo de recibir el importe
en efectivo, para lo cual deberá cumplimentar el formulario adjunto”. La mayor
parte de los inversores no profesionales, inmersos en sus preocupaciones
cotidianas, se olvidarán por completo de la fecha de vencimiento y, por
supuesto, jamás encontrarán el momento adecuado para “cumplimentar el
formulario adjunto”. En este caso, la pasividad del cliente, previsible y
prevista por la entidad financiera, le conducirá a mantener una inversión cuyas
nuevas condiciones no conoce, o a incrementar su riesgo en acciones en lugar de
percibir el dividendo en efectivo… para beneficio de la entidad que amablemente
le ha facilitado la decisión por
defecto.
Las elecciones por defecto no son buenas ni malas; simplemente, están
por todas partes. Es importante que aprendamos a identificarlas, para valorar
en cada caso si son o no de verdadero interés para nosotros.
Resistencia al cambio. El aforismo “Más vale lo malo conocido que
lo bueno por conocer” refleja con fidelidad la tendencia humana a evitar los
cambios. Cada elección que realizamos establece la pauta para comportamientos
futuros, que se basarán más en la costumbre que en la racionalidad. Por
supuesto, a veces cambiamos de marca o modificamos nuestro comportamiento…
siempre que las demás opciones sean relativamente sencillas de valorar. Los
estudios prueban que cuanto más complejas, variadas y numerosas sean las alternativas
disponibles, mayor será nuestra resistencia al cambio y más probabilidades
habrá de que nos mantengamos apegados a lo que ya conocemos.
Con estas pistas, resulta fácil entender por qué somos tan reacios a
modificar nuestros insanos y poco rentables hábitos financieros: no se cumplen
ninguno de los dos requisitos que podrían animarnos al cambio. Si en tiempos de
nuestros padres los productos y servicios financieros eran pocos y sencillos,
ahora son numerosos y nada intuitivos. ¿Cómo animar a las personas a planificar
su jubilación cuando la mayoría no saben ni por dónde empezar? ¿Es posible
ofrecer a los ciudadanos una orientación eficaz que disminuya su vulnerabilidad
en el tormentoso mundo de las finanzas actuales?
Desde luego que sí... siempre que seamos conscientes de la realidad del público al que nos dirigimos. En el próximo artículo veremos cómo plantear acciones eficaces de responsabilidad social y educación financiera que tengan racionalmente en cuenta nuestra muy humana irracionalidad.
todo comienza con una buena educación financiera, la cual es muy escasa y muchas veces aprendemos es de los errores, es importante a la hora de solicitar un servicio financiero estar seguros de poder solventarlo y también despejar todas las dudas para así evitarse dolores de cabeza
ResponderEliminar¡Completamente de acuerdo! Tenemos que preguntar todo lo que no entendemos, y el primer paso para ello es perder el miedo a los temas financieros. El problema es que a veces desistimos de pedir información porque pensamos que está más allá de nuestras capacidades de comprensión: se trata de una creencia muy generalizada y completamente falsa que tenemos que desterrar. Si no entendemos un producto o servicio financiero, ¡es que nos lo están explicando mal! Exigir toda la información relevante antes de tomar una decisión es una de las destrezas y hábitos más necesarios para cualquier consumidor financiero.
Eliminar