En el artículo anterior aportábamos ejemplos que rebaten una de las ideas
troncales de la teoría económica tradicional: la racionalidad de todos los
agentes que participan en los mercados… ¡consumidores incluidos! Diversos
estudios confirman lo contrario: las personas elegimos en función de nuestras
emociones, que por cierto son fácilmente manipulables. Los publicistas lo saben
y las empresas lo utilizan con éxito para vendernos de todo... Sin embargo, la
gran mayoría de los programas de educación financiera (públicos y privados) se
siguen diseñando bajo la errónea premisa de que el público valora las
utilidades de cada opción y toma siempre decisiones racionales.
¿Qué consecuencias tiene este enfoque? Incluso admitiendo la
dificultad de evaluar algo tan complejo como la competencia financiera de las
personas, no cabe duda de que los resultados obtenidos están a años luz de los
deseados. Ante tal evidencia, cabe preguntarse por qué se insiste con modelos
basados en intervenciones educativas que han demostrado dudosa o nula eficacia.
Me atrevo a decir que la respuesta es clarísima: quienes diseñan los programas
de educación financiera… ¡son tan irracionales como el público al que se
dirigen! O puede que, simplemente, piensen que es mejor hacer algo, por
ineficiente que sea, que nada en absoluto. Bien pensado, lo más probable es que
sea una mezcla de ambas.
Con el fin de aportar mi granito de arena a la confusión reinante, a
continuación sugiero algunas ideas para
aumentar la eficacia de las propuestas de educación financiera, partiendo
de la idea de que no tratamos con consumidores
biónicos, sino con seres humanos esencialmente emocionales. Estas
propuestas se agrupan en tres grandes categorías:
-
¿A quién y con quién? Público objetivo y colaboradores
-
¿El qué? Contenidos, destrezas y habilidades a
transmitir
-
¿Cómo? Canales, herramientas y difusión
Para facilitar la digestión, hoy vamos a centrarnos en la primera de
estas cuestiones: ¿A quién y con quién?
En próximos artículos desarrollaremos el qué y el cómo.
Grupos, subgrupos e individuos. Uno de los grandes desafíos
de los programas impulsados por bancos centrales, comisiones de valores y supervisores
financieros en general es que suelen tener vocación generalista. Por su naturaleza
pública, estas entidades están moral e institucionalmente obligadas a intentar
llegar hasta el último ciudadano y hasta el más remoto rincón del territorio
nacional. Lo cual, obviamente, requiere una gran cantidad de recursos, mucha
imaginación, una gran apertura mental… y una apuesta decidida por la
cooperación con otros agentes.
En cualquier caso, no tiene
sentido plantear una misma aproximación a colectivos con características y necesidades
muy diferentes: es imperativa la segmentación
del público en grupos más o menos homogéneos. Sin embargo, las
clasificaciones habituales (emprendedores, niños y jóvenes, personas mayores,
inmigrantes, etc.) siguen siendo claramente insuficientes, porque hay otros elementos
que se superponen y que resultan como mínimo igual de determinantes: las
características demográficas de cada área, las infraestructuras, los patrones
culturales y religiosos, los códigos sociales… Incluso dentro de un mismo país,
los emprendedores, niños, ancianos, etc. de zonas urbanas viven realidades muy
diferentes de las que experimentan los mismos colectivos en entornos rurales.
Por su parte, las entidades
privadas suelen realizar una segmentación natural, al seleccionar aquellos
colectivos que les resultan más cercanos en función de la naturaleza o el
ámbito geográfico de sus negocios (enfoque muy legítimo y potencialmente más
eficiente).
Aún es posible ir más allá. Los
países más innovadores y con mayor sensibilidad institucional, con Gran Bretaña
a la cabeza, son conscientes de que la eficacia divulgativa aumenta en
proporción directa al grado de individualización
de las acciones (lo que, por supuesto, requiere el establecimiento de amplias
redes de colaboradores e intermediarios).
Ortega y Gasset dejó claro que “yo
soy yo y mis circunstancias”. Pocas cosas en el mundo nos resultan tan interesantes
como nosotros mismos y lo que nos afecta de manera directa. De ahí que cada vez
más empresas ofrezcan a los clientes la posibilidad de personalizar sus
productos o servicios (de camino al mundo 3.0): es mucho más fácil sentirse emocionalmente
vinculado a una marca que te permite expresar tus preferencias y necesidades.
Si consideramos la educación
financiera como un servicio más que compite por la atención y el tiempo de los
ciudadanos (y para el que no existe ninguna demanda espontánea, por mucho que
nos duela reconocerlo), ¿qué suponemos que tendrá más efecto? ¿Consejos
generales sobre buenos hábitos financieros o recomendaciones basadas en la
comprensión de nuestros problemas y circunstancias particulares? Exacto. Lo
cual nos lleva al siguiente punto.
¿Conocemos a nuestro público? He aquí uno de los puntos
débiles de la mayor parte de los programas de educación financiera. Es cierto
que algunos países dedican considerables esfuerzos y recursos a conocer el “punto
de partida” en cuanto al nivel de cultura financiera pero, ¿qué utilidad tienen
los resultados obtenidos?
Sí, nos permiten comprobar lo que
ya sospechábamos por simple observación: que la cultura financiera brilla por
su ausencia en casi todas las latitudes. Que hay un abismo entre lo que la
gente cree que necesita saber, lo que cree que sabe y lo que realmente sabe. Que
las preferencias expresadas suelen tener muy poco que ver con las decisiones
que se adoptan en la realidad. Que la mayoría de las personas no comprenden algunos
conceptos financieros básicos y que, aunque los comprendan, no los utilizan. ¿Realmente
es tan importante conocer el porcentaje de población que no sabe calcular el
interés compuesto?
Más allá de su utilidad como
argumento en favor de la educación financiera, la mayor parte de estos análisis
dejan fuera otros aspectos más difíciles de valorar, pero muy relevantes con
vistas a elaborar programas verdaderamente útiles y prácticos. Un buen “diagnóstico
de necesidades” debería incluir aspectos como las expectativas de desarrollo
para la zona, la evolución prevista en el
entorno socio-económico (por ejemplo, cambios normativos tendentes a la
industrialización o a la bancarización), los condicionamientos culturales, las
normas sociales (formales e informales) que regulan las interacciones y los comportamientos
económicos del grupo, etc. Como complemento a estas cuestiones sí puede ser relevante
conocer el nivel actual de cultura financiera, con el fin de identificar qué
carencias resultan más críticas en relación con las necesidades identificadas.
La adecuada realización de este
diagnóstico requiere un apreciable grado de humildad por parte de los
responsables. Con frecuencia, los programas formativos son elaborados por
economistas o académicos, con la mejor de las intenciones pero con escasa
comprensión del entorno en el que van a aplicarse.
En el ámbito de la cooperación al
desarrollo abundan las anécdotas sobre los errores que se cometen cuando los
valores de una sociedad se imponen en otra cuya idiosincrasia resulta
completamente desconocida. Un amigo mío pasó un verano en África, con una ONG
dedicada a la construcción de pozos en una zona cuajada de pequeñas aldeas. Para
su sorpresa, no se les recibía con la alegría que esperaban. “Sin duda es por
ignorancia”, pensaron con mucha condescendencia. “No son conscientes de las
ventajas de tener tan fácil acceso al agua: las mujeres no tendrán que hacer
tantos kilómetros hasta el río, mejorará la higiene… Lo comprenderán cuando la
tengan”. Al año siguiente volvieron para hacer el seguimiento y comprobaron que
los pozos habían causado un pequeño desastre en el ecosistema social de la
zona. Una de las aldeas había atraído a tantas personas que no pudo absorber el
repentino aumento de población; la micro-economía local colapsó y la aldea
terminó por desaparecer. En las demás, las mujeres les pidieron desesperadas
que cegaran los pozos: los viajes al río por los que tanto las habían
compadecido los cooperantes eran el único espacio de socialización y
esparcimiento con que contaban, lejos del control de sus maridos. Para ellas,
ese pequeño atisbo de independencia era infinitamente más importante que la
comodidad de tener el agua a la entrada de la aldea.
¿Preguntamos o miramos? En el artículo Escuchando
a los beneficiarios, y para evitar casos como el que acabamos de
relatar, la Stanford Social Innovation Review plantea la importancia de contar
con los beneficiarios a la hora de identificar necesidades, establecer
objetivos y definir acciones. El mismo principio es aplicable al desarrollo de
programas de educación financiera: es preciso contar con la participación del
grupo en el diagnóstico de amplio alcance que proponíamos en el apartado
anterior, ya que son ellos los que viven con esos códigos no escritos que
determinan gran parte de sus decisiones y comportamientos. La gran pregunta es,
¿y cómo lo hacemos?
Sin duda las encuestas y
cuestionarios tradicionales son el instrumento de mayor alcance, y el más cómodo
y sistemático en cuanto al posterior procesamiento y análisis de la
información. Sin embargo, no conviene tomar sus resultados al pie de la letra.
Está ampliamente demostrado que los seres humanos fallamos estrepitosamente a
la hora de predecir nuestros deseos, motivaciones y comportamientos; mientras
nuestra valoración del futuro más lejano se realiza en el córtex prefrontal (la
parte racional), nuestras elecciones inmediatas se basan en factores viscerales
y circunstanciales que activan nuestro cerebro emocional. Por eso jamás
cumplimos nuestros buenos propósitos de Año Nuevo: nuestro Yo Futuro siempre es
más organizado, va más al gimnasio y aprende más inglés que nuestro Yo del
Momento Presente.
¿Qué alternativa tenemos entonces
a las encuestas masivas tradicionales? Recientemente, un artículo sobre
marketing para emprendedores de la Harvard Business Review recomendaba: “No
preguntes a tu cliente lo que desea: mejor obsérvalo”. El principio es el
mismo: nuestros clientes pueden creer que quieren algo (lo que se supone que es
lógico y razonable desear) pero llegado el momento probablemente elegirán de
manera distinta: a los efectos que nos ocupan, la realidad de los
comportamientos observados es mucho más relevante que cualquier declaración de
intenciones o preferencias basada en un concepto idealizado del propio yo.
Por tanto, la mejor forma de
conocer realmente a nuestro público sería establecer protocolos de observación
y experimentos piloto para apreciar sus conductas económicas en situaciones
reales. Como complemento, es imprescindible contar dentro de cada colectivo con
interlocutores representativos que permitan mantener abiertas las vías de
diálogo y conocimiento mutuo.
Compañeros de viaje: juntos pero no revueltos. Está claro
que la magnitud del desafío requiere un trabajo conjunto de muy diversos
sectores y agentes, cada uno de los cuales tiene su propio papel que cumplir. La
excesiva delegación de la educación financiera en manos del sector privado
puede llevar a una dispersión de las iniciativas, a la superposición de
esfuerzos y a la concentración de recursos en determinados grupos que se
perciben como más “atractivos” (niños, jóvenes y emprendedores) en detrimento
de otros con menores expectativas de retorno futuro y no tan “vistosos” en
términos de reputación (adultos, personas mayores, colectivos vulnerables).
Por eso resulta vital el
liderazgo de los organismos públicos en el impulso, diseño y coordinación de
las estrategias globales de educación financiera. En cuanto a las
organizaciones del tercer sector y de la sociedad civil, por su conocimiento
del terreno constituyen un elemento clave en el diseño e implementación de los
programas.
En el próximo artículo conectaremos la identificación de los grupos objetivo con la determinación de los mensajes y contenidos a transmitir. Mientras tanto, nos gustaría conocer vuestras experiencias como impulsores o demandantes de programas de capacitación financiera.
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