miércoles, 15 de mayo de 2013

Educación financiera racional para gente emocional


En el artículo anterior aportábamos ejemplos que rebaten una de las ideas troncales de la teoría económica tradicional: la racionalidad de todos los agentes que participan en los mercados… ¡consumidores incluidos! Diversos estudios confirman lo contrario: las personas elegimos en función de nuestras emociones, que por cierto son fácilmente manipulables. Los publicistas lo saben y las empresas lo utilizan con éxito para vendernos de todo... Sin embargo, la gran mayoría de los programas de educación financiera (públicos y privados) se siguen diseñando bajo la errónea premisa de que el público valora las utilidades de cada opción y toma siempre decisiones racionales.

¿Qué consecuencias tiene este enfoque? Incluso admitiendo la dificultad de evaluar algo tan complejo como la competencia financiera de las personas, no cabe duda de que los resultados obtenidos están a años luz de los deseados. Ante tal evidencia, cabe preguntarse por qué se insiste con modelos basados en intervenciones educativas que han demostrado dudosa o nula eficacia. Me atrevo a decir que la respuesta es clarísima: quienes diseñan los programas de educación financiera… ¡son tan irracionales como el público al que se dirigen! O puede que, simplemente, piensen que es mejor hacer algo, por ineficiente que sea, que nada en absoluto. Bien pensado, lo más probable es que sea una mezcla de ambas.

Con el fin de aportar mi granito de arena a la confusión reinante, a continuación sugiero algunas ideas para aumentar la eficacia de las propuestas de educación financiera, partiendo de la idea de que no tratamos con consumidores biónicos, sino con seres humanos esencialmente emocionales. Estas propuestas se agrupan en tres grandes categorías:

-        ¿A quién y con quién? Público objetivo y colaboradores
-        ¿El qué? Contenidos, destrezas y habilidades a transmitir
-        ¿Cómo? Canales, herramientas y difusión

Para facilitar la digestión, hoy vamos a centrarnos en la primera de estas cuestiones: ¿A quién y con quién? En próximos artículos desarrollaremos el qué y el cómo.

Grupos, subgrupos e individuos. Uno de los grandes desafíos de los programas impulsados por bancos centrales, comisiones de valores y supervisores financieros en general es que suelen tener vocación generalista. Por su naturaleza pública, estas entidades están moral e institucionalmente obligadas a intentar llegar hasta el último ciudadano y hasta el más remoto rincón del territorio nacional. Lo cual, obviamente, requiere una gran cantidad de recursos, mucha imaginación, una gran apertura mental… y una apuesta decidida por la cooperación con otros agentes.

En cualquier caso, no tiene sentido plantear una misma aproximación a colectivos con características y necesidades muy diferentes: es imperativa la segmentación del público en grupos más o menos homogéneos. Sin embargo, las clasificaciones habituales (emprendedores, niños y jóvenes, personas mayores, inmigrantes, etc.) siguen siendo claramente insuficientes, porque hay otros elementos que se superponen y que resultan como mínimo igual de determinantes: las características demográficas de cada área, las infraestructuras, los patrones culturales y religiosos, los códigos sociales… Incluso dentro de un mismo país, los emprendedores, niños, ancianos, etc. de zonas urbanas viven realidades muy diferentes de las que experimentan los mismos colectivos en entornos rurales.

Por su parte, las entidades privadas suelen realizar una segmentación natural, al seleccionar aquellos colectivos que les resultan más cercanos en función de la naturaleza o el ámbito geográfico de sus negocios (enfoque muy legítimo y potencialmente más eficiente).

Aún es posible ir más allá. Los países más innovadores y con mayor sensibilidad institucional, con Gran Bretaña a la cabeza, son conscientes de que la eficacia divulgativa aumenta en proporción directa al grado de individualización de las acciones (lo que, por supuesto, requiere el establecimiento de amplias redes de colaboradores e intermediarios).

Ortega y Gasset dejó claro que “yo soy yo y mis circunstancias”. Pocas cosas en el mundo nos resultan tan interesantes como nosotros mismos y lo que nos afecta de manera directa. De ahí que cada vez más empresas ofrezcan a los clientes la posibilidad de personalizar sus productos o servicios (de camino al mundo 3.0): es mucho más fácil sentirse emocionalmente vinculado a una marca que te permite expresar tus preferencias y necesidades.

Si consideramos la educación financiera como un servicio más que compite por la atención y el tiempo de los ciudadanos (y para el que no existe ninguna demanda espontánea, por mucho que nos duela reconocerlo), ¿qué suponemos que tendrá más efecto? ¿Consejos generales sobre buenos hábitos financieros o recomendaciones basadas en la comprensión de nuestros problemas y circunstancias particulares? Exacto. Lo cual nos lleva al siguiente punto.

¿Conocemos a nuestro público? He aquí uno de los puntos débiles de la mayor parte de los programas de educación financiera. Es cierto que algunos países dedican considerables esfuerzos y recursos a conocer el “punto de partida” en cuanto al nivel de cultura financiera pero, ¿qué utilidad tienen los resultados obtenidos?

Sí, nos permiten comprobar lo que ya sospechábamos por simple observación: que la cultura financiera brilla por su ausencia en casi todas las latitudes. Que hay un abismo entre lo que la gente cree que necesita saber, lo que cree que sabe y lo que realmente sabe. Que las preferencias expresadas suelen tener muy poco que ver con las decisiones que se adoptan en la realidad. Que la mayoría de las personas no comprenden algunos conceptos financieros básicos y que, aunque los comprendan, no los utilizan. ¿Realmente es tan importante conocer el porcentaje de población que no sabe calcular el interés compuesto?

Más allá de su utilidad como argumento en favor de la educación financiera, la mayor parte de estos análisis dejan fuera otros aspectos más difíciles de valorar, pero muy relevantes con vistas a elaborar programas verdaderamente útiles y prácticos. Un buen “diagnóstico de necesidades” debería incluir aspectos como las expectativas de desarrollo para la zona, la  evolución prevista en el entorno socio-económico (por ejemplo, cambios normativos tendentes a la industrialización o a la bancarización), los condicionamientos culturales, las normas sociales (formales e informales) que regulan las interacciones y los comportamientos económicos del grupo, etc. Como complemento a estas cuestiones sí puede ser relevante conocer el nivel actual de cultura financiera, con el fin de identificar qué carencias resultan más críticas en relación con las necesidades identificadas.

La adecuada realización de este diagnóstico requiere un apreciable grado de humildad por parte de los responsables. Con frecuencia, los programas formativos son elaborados por economistas o académicos, con la mejor de las intenciones pero con escasa comprensión del entorno en el que van a aplicarse.

En el ámbito de la cooperación al desarrollo abundan las anécdotas sobre los errores que se cometen cuando los valores de una sociedad se imponen en otra cuya idiosincrasia resulta completamente desconocida. Un amigo mío pasó un verano en África, con una ONG dedicada a la construcción de pozos en una zona cuajada de pequeñas aldeas. Para su sorpresa, no se les recibía con la alegría que esperaban. “Sin duda es por ignorancia”, pensaron con mucha condescendencia. “No son conscientes de las ventajas de tener tan fácil acceso al agua: las mujeres no tendrán que hacer tantos kilómetros hasta el río, mejorará la higiene… Lo comprenderán cuando la tengan”. Al año siguiente volvieron para hacer el seguimiento y comprobaron que los pozos habían causado un pequeño desastre en el ecosistema social de la zona. Una de las aldeas había atraído a tantas personas que no pudo absorber el repentino aumento de población; la micro-economía local colapsó y la aldea terminó por desaparecer. En las demás, las mujeres les pidieron desesperadas que cegaran los pozos: los viajes al río por los que tanto las habían compadecido los cooperantes eran el único espacio de socialización y esparcimiento con que contaban, lejos del control de sus maridos. Para ellas, ese pequeño atisbo de independencia era infinitamente más importante que la comodidad de tener el agua a la entrada de la aldea.

¿Preguntamos o miramos? En el artículo Escuchando a los beneficiarios, y para evitar casos como el que acabamos de relatar, la Stanford Social Innovation Review plantea la importancia de contar con los beneficiarios a la hora de identificar necesidades, establecer objetivos y definir acciones. El mismo principio es aplicable al desarrollo de programas de educación financiera: es preciso contar con la participación del grupo en el diagnóstico de amplio alcance que proponíamos en el apartado anterior, ya que son ellos los que viven con esos códigos no escritos que determinan gran parte de sus decisiones y comportamientos. La gran pregunta es, ¿y cómo lo hacemos?

Sin duda las encuestas y cuestionarios tradicionales son el instrumento de mayor alcance, y el más cómodo y sistemático en cuanto al posterior procesamiento y análisis de la información. Sin embargo, no conviene tomar sus resultados al pie de la letra. Está ampliamente demostrado que los seres humanos fallamos estrepitosamente a la hora de predecir nuestros deseos, motivaciones y comportamientos; mientras nuestra valoración del futuro más lejano se realiza en el córtex prefrontal (la parte racional), nuestras elecciones inmediatas se basan en factores viscerales y circunstanciales que activan nuestro cerebro emocional. Por eso jamás cumplimos nuestros buenos propósitos de Año Nuevo: nuestro Yo Futuro siempre es más organizado, va más al gimnasio y aprende más inglés que nuestro Yo del Momento Presente.

¿Qué alternativa tenemos entonces a las encuestas masivas tradicionales? Recientemente, un artículo sobre marketing para emprendedores de la Harvard Business Review recomendaba: “No preguntes a tu cliente lo que desea: mejor obsérvalo”. El principio es el mismo: nuestros clientes pueden creer que quieren algo (lo que se supone que es lógico y razonable desear) pero llegado el momento probablemente elegirán de manera distinta: a los efectos que nos ocupan, la realidad de los comportamientos observados es mucho más relevante que cualquier declaración de intenciones o preferencias basada en un concepto idealizado del propio yo.

Por tanto, la mejor forma de conocer realmente a nuestro público sería establecer protocolos de observación y experimentos piloto para apreciar sus conductas económicas en situaciones reales. Como complemento, es imprescindible contar dentro de cada colectivo con interlocutores representativos que permitan mantener abiertas las vías de diálogo y conocimiento mutuo.

Compañeros de viaje: juntos pero no revueltos. Está claro que la magnitud del desafío requiere un trabajo conjunto de muy diversos sectores y agentes, cada uno de los cuales tiene su propio papel que cumplir. La excesiva delegación de la educación financiera en manos del sector privado puede llevar a una dispersión de las iniciativas, a la superposición de esfuerzos y a la concentración de recursos en determinados grupos que se perciben como más “atractivos” (niños, jóvenes y emprendedores) en detrimento de otros con menores expectativas de retorno futuro y no tan “vistosos” en términos de reputación (adultos, personas mayores, colectivos vulnerables).

Por eso resulta vital el liderazgo de los organismos públicos en el impulso, diseño y coordinación de las estrategias globales de educación financiera. En cuanto a las organizaciones del tercer sector y de la sociedad civil, por su conocimiento del terreno constituyen un elemento clave en el diseño e implementación de los programas.

En el próximo artículo conectaremos la identificación de los grupos objetivo con la determinación de los mensajes y contenidos a transmitir. Mientras tanto, nos gustaría conocer vuestras experiencias como impulsores o demandantes de programas de capacitación financiera.

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