Aunque al bueno de Alfred Nobel jamás se le pasó por la cabeza
instituir semejante premio, algunos años después los señores del Banco Central
de Suecia, víctimas de un ataque de aburrimiento, decidieron crearlo por su
cuenta y riesgo. Tal vez pensaron que, si se honra a las preclaras mentes de
las Ciencias (Física, Química y Medicina), las Artes (Literatura) y de algo tan
invaluable como la Paz, ¿por qué no se va a laurear también a esos eruditos que
dedican sus vidas a “reinventar la rueda” en el campo de la Economía?
No hacen falta profundas investigaciones para concluir que se trata de
un premio muy controvertido. La artesanal Wikipedia ya nos informa de que la
distribución geográfica, ideológica y temática de los premios resulta un tanto
sospechosa y desequilibrada. Mucho neoliberal de la Escuela de Chicago, mucho
estadounidense y británico… y sólo una
mujer entre 74 premiados en las 45 ediciones del galardón, aunque este dato no
es para sorprenderse porque lo vemos en todas las áreas del reconocimiento (no digo “áreas del conocimiento” porque
saber, sabemos, aunque no nos lo reconozcan).
Repasando las aportaciones de los premiados, encontramos otro elemento
que suele distinguir los Nobel de Economía de los que se otorgan en categorías
estrictamente científicas: sobreabundancia de teorías y modelos… ¡pero muy pocas
realidades! Los premios suelen recaer en eruditas construcciones sobre las
supuestas interrelaciones entre los elementos y agentes económicos,
especialmente si vienen adornadas con complejas demostraciones matemáticas. No parece importar que la realidad acabe por tumbarlas, o que su
contribución al bienestar de la humanidad oscile entre nulo e inexistente: basta
con que parezcan tener sentido.
En este recomendable y documentado artículo, el profesor de la
Universidad de Leeds David Spencer señala cómo el reparto de los Nobel favorece
más el pensamiento económico (cuanto
más continuista y ortodoxo, mejor) que aquellas aportaciones que tratan de
resolver los apremiantes problemas económicos del mundo real. Considera que la
falta de propuestas y respuestas de la mayoría de los Nobel a la actual crisis
económica (que prefieren ignorar porque estropea sus teorías) es una
oportunidad perdida para salvar la brecha con la sociedad, mostrando la economía
como una disciplina genuinamente conectada con las preocupaciones reales del
público.
Como demostración extrema de este olímpico desinterés por la
credibilidad, en 2013 el comité no tuvo
ningún problema en premiar a la vez dos enfoques completamente opuestos. Mientras
Eugene Fama, de la Universidad de Chicago, es un defensor a ultranza de la
racionalidad de los mercados, Robert Shiller sostiene que si algo puede
probarse es su imperfección, porque los inversores actúan de manera irracional
y porque existen notorias desigualdades en el acceso a la información. Parece
claro que la crisis de 2008 ha respaldado de forma contundente las tesis de
Shiller, desmontando al mismo tiempo las idílicas teorías del profesor Fama.
¡No importa! En el exclusivo club de los economistas académicos hay suficientes
Premios Nobel para todos.
Nuestra subversiva teoría es que los honorables ganadores del Nobel
saben mucho de teoría económica abstracta, pero pueden actuar con la misma
falta de cultura financiera que cualquier otro mortal (entendiendo la cultura
financiera como la habilidad cotidiana de manejar el dinero con eficacia). Por
si alguien pensaba todavía que los galardonados tienen algún tipo de conexión profunda
con el Dios de las Finanzas, recordemos un caso muy conocido que acredita lo
contrario: el nacimiento, desarrollo y muerte del Long-Term Capital.
Fundado en 1994, este fondo de inversión libre, de carácter muy
especulativo, contaba en su junta directiva con Robert Merton y Myron Scholes,
que compartieron el Nobel de Economía en 1997 por su nuevo método para la
valoración de productos derivados. Siguiendo sus indicaciones, este gigantesco
fondo, que llegó a controlar el 5% del mercado de renta fija mundial, obtuvo
unos beneficios del 40% en 1995 y 1996. Sin embargo, el modelo automatizado no
funcionó bien ante la crisis de la deuda rusa de 1998 (tenía programada una
línea de acción contraria a la que dictaba el sentido común) y el fondo comenzó
a sufrir unas pérdidas aún más espectaculares que sus anteriores beneficios.
Como entre sus clientes se encontraban algunos de los más importantes bancos
mundiales, la Reserva Federal americana tuvo que intervenir para evitar una
quiebra del sistema. El Long-Term Capital desapareció a principios del 2000. Al fin y al cabo, parece que ni siquiera las matemáticas complejas pueden
resolverlo todo: al menos, no sin el complemento de la sensatez humana.
Conclusión: entre los atributos necesarios para ganar un Premio Nobel
de Economía no se incluye tener cultura financiera, sentido común ni conexión
con la realidad. Por lo tanto, queridos lectores, dejemos que los estudiosos sigan
jugando con sus modelitos, y que Dios nos encuentre confesados cuando a algún
político o banquero se le ocurra aplicarlos en el mundo real.
Mientras tanto nosotros, pobres cobayas, intentaremos mantener el tipo y sobrevivir a tales experimentos a base de independencia de criterio, sentido común y una cultura financiera más terrenal... pero mucho más práctica.
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