Hace algunas
semanas, Santa Claus convocó una reunión de emergencia en su sede central de
Rovaniemi, Laponia. Pese a su inalterable confianza en la sensatez de los seres
humanos, estaba empezando a temer que los niños europeos iban a pasar unas
navidades bastante complicadas.
“¿Y bien?”,
preguntó, muy irritado, dirigiéndose al elfo responsable de la distribución de
juguetes en Alemania. “¿Se puede saber por qué carámbanos se están retrasando
este año los envíos al sur de Europa?
El elfo
rubio se encogió de hombros. “No es culpa nuestra, Santa. Los elfos morenitos
tienen ya más deudas de las que pueden devolver. No pensamos enviarles más
juguetes mientras no estemos seguros de que se comportarán de forma más
responsable en el futuro”.
Ninguno de
los “elfos morenitos” respondió a tan prepotente comentario, porque estaban
demasiado ocupados tratando de calcular si la calderilla que llevaban en los
bolsillos sería suficiente para el viaje de vuelta. Como todo el mundo sabe,
los renos necesitan una gran cantidad de plantas para alimentarse, y en los
últimos tiempos los mercados de líquenes y setas habían experimentado unas
vertiginosas subidas de precios. Además de las dificultades para conseguir los
juguetes, los elfos del sur se temían que los famélicos renos no estaban en
condiciones de transportar demasiado peso.
Santa Claus,
viendo el panorama, se puso aún más colorado de lo habitual y comenzó a
vociferar: “Me importan un comino las deudas, los mercados y los precios.
Nosotros, los seres mágicos, estamos por encima de las pequeñas miserias
humanas, y nuestra prioridad es que los niños sean felices”.
“I’m very sorry, sir, but I don’t
agree”, intervino el elfo inglés. “Nuestra prioridad debe ser preservar
nuestros mágicos privilegios y mantener debidamente las distancias entre ambos
mundos”.
Un elfo
pequeñito y de aspecto relamido lanzó un bufido de desprecio ante este
discurso: “Mon Dieu! Algunos ni se molestan en ocultar lo felices que serían si
se disolviera nuestra mágica comunidad”.
En este
punto Santa Claus, que parecía estar a punto de sufrir un aneurisma, se puso en
pie con aspecto derrotado y anunció: “¡Os felicito! Habéis conseguido algo
dificilísimo: acabar con mi paciencia. He oído más estupideces en esta reunión
que en todos mis siglos de existencia. No quiero saber nada más de vosotros…
¡Ya encontraré otra forma de conseguir juguetes para todos mis niños!”.
Sin perder
un momento, Santa se dirigió a su despacho, se conectó a Skype y tecleó un
número que solo utilizaba en casos de extrema gravedad. Un minuto después tenía
en pantalla a un tipo risueño con un gran turbante.
“¡Hola,
amigo Santa! Qué gran alegría saber de ti. ¿Cómo van las cosas? Pareces
agobiado… ¿Demasiado trabajo? Creo que deberías cuidar ese colesterol”.
“Menos
guasa, Baltasar”, le interrumpió Santa Claus. “Necesito vuestra ayuda. Mis
ayudantes son bobos sin remedio y necesito envíos extra de juguetes a Irlanda,
Portugal, España, Italia y… ¡Grecia, por Dios! Muchos juguetes para Grecia…”
“Tranquilo,
colega”, se rió Baltasar. “¡Cuenta con nosotros! Hace tiempo que lo estábamos
viendo venir. De hecho, ahora mismo Melchor y Gaspar están en China, haciendo
un pedido especial para enviar a todos
esos sitios…”
Me encanta el enfoque didáctico del artículo. Como todo cuento, encierra una moraleja, que podría resumirse en: Solidaridad. Un principio universal que nunca pasará de moda.
ResponderEliminarEnhorabuena por el artículo, Cristina.