Una de las muchas frases ingeniosas que circulan por Internet para
explicar los desencuentros entre hombres y mujeres señala que “los hombres
buscan mujeres que ya no existen, y las mujeres buscan hombres que todavía no
existen”. Algo parecido ocurre con el consumo responsable: aunque sin duda se ha
avanzado bastante en la sensibilización, el consumo sostenible necesita de consumidores
que… todavía no existen. Siendo optimistas, hay que reconocer que ya se van
viendo por ahí algunos prototipos, pero ¿es posible acelerar la producción en
serie de consumidores del siglo XXI?
En realidad, para poder fabricar estos consumidores 3.0 capaces de
garantizar la supervivencia de la especie, es conveniente que asumamos la
realidad y superemos, de una vez por todas, la creencia en ciertas figuras
mitológicas: el consumidor ético, el consumidor racional y el consumidor
burbuja.
El consumidor ético. Es un
ente puro que no abre la billetera sin asegurarse antes de la honestidad,
responsabilidad social y talante ecológico del productor, y que niega sus
favores a todos aquellos que vulneran los derechos humanos o emplean procesos
contaminantes en sus fábricas. De acuerdo con las últimas encuestas sobre
consumo y responsabilidad social, estos unicornios
del shopping son cada vez más
abundantes: “Un xx% de los consumidores estarían dispuestos a favorecer en sus decisiones
de compra a las empresas socialmente responsables”. Sorry?
Es comprensible cierto grado de autocomplacencia mediática; gracias a
los esfuerzos de organizaciones y medios, ya quedaron muy atrás los tiempos en que
tales prácticas inaceptables no se conocían o no se difundían. Sin embargo, sería un error sobrevalorar el
grado de concienciación social sobre estas cuestiones. Las grandes marcas de
ropa y artículos deportivos (por citar algún ejemplo) no parecen haber visto
afectados sus beneficios por la pública divulgación de las prácticas esclavistas
que utilizan en los países más desfavorecidos. Puesto que ya no es posible
alegar desconocimiento, sólo nos queda concluir que para modificar los hábitos cotidianos
de compra (basados en la satisfacción inmediata de un deseo a un precio
asequible), hace falta algo más que la noticia de los daños causados en lugares
remotos. No se trata de indiferencia, insolidaridad o crueldad; simplemente, somos
una sociedad de individuos “ensimismados” en nuestros propios desafíos diarios.
¿Acaso mienten las encuestas? En modo alguno. Como posible
explicación, recomiendo el artículo “Manipulando, que es gerundio”, en el que el
autor comenta lo sencillo que es inducir determinadas respuestas… si se
pregunta del modo adecuado. Adaptando el ejemplo al tema que nos ocupa, comparemos
estos planteamientos:
a)
¿Qué
tiene usted en cuenta para elegir entre dos productos diferentes?
b)
¿Tendría usted en cuenta la responsabilidad
social de una empresa al plantearse la compra de sus productos?
Me inclino a pensar que el segundo ejemplo arrojaría un porcentaje muy
superior en favor de la influencia de la reputación empresarial en las
decisiones de compra. Dando otra vuelta de tuerca, si la formulación fuera “¿Tendría
usted en cuenta el respeto a los derechos humanos en el proceso de fabricación,
antes de elegir un producto?”, seguramente las respuestas afirmativas aumentarían
todavía más. Hay que ser muy valiente para responder a la cara del encuestador:
“Mire, francamente no me lo pienso tanto cuando se trata de comprarme unos
pantalones”.
En el marco de las investigaciones para su libro El mito del consumidor ético, Timothy Devinney realizó un revelador
experimento. Durante varias semanas, en una céntrica cafetería de Sydney podía
verse, junto a los precios de los productos, un cartel que anunciaba: “Tenemos
café procedente de comercio justo. ¡Sin coste adicional! Pregúntenos”. Menos de
un 1% de los clientes se molestaron en pedirlo por propia iniciativa. Cuando
era el empleado quien, en el momento de recibir el pedido, recordaba la posibilidad
de una alternativa ética, el número de personas que optó por el café solidario
aumentó al 30%. La prueba fue aún más allá: los empleados ofrecían la opción
ética cuando había cerca alguna persona escuchando la conversación. De esta
forma, el número de “consumidores éticos” se disparó hasta el 70%. ¿Moraleja? La
inercia y la costumbre también prevalecen sobre la ética… salvo cuando está en
juego nuestra imagen.
El consumidor racional. La
creación de este mito es responsabilidad y culpa de la teoría económica más
tradicional. Empeñados en hacer de la Economía una ciencia más exacta que
humana, respetables profesionales se han convencido a sí mismos de esta
hipótesis, pese a las contumaces evidencias de lo contrario. Nos encontramos,
por tanto, ante un Yeti de las Finanzas en el que muchos creen, pero al que
nadie ha visto jamás.
Existe cierto debate sobre qué docentes son los más adecuados para desarrollar
la educación financiera en los colegios. Una admirada colega intentó
convencerme una vez (sin ningún éxito) de que sólo los licenciados en Economía
estaban cualificados para tal función porque, aseguraba, “tienen bien configurado
el pensamiento económico y, por ejemplo, son capaces de aplicar la eficiencia
de Pareto en la determinación de prioridades”. Además de considerar que este
enfoque, en la práctica, niega la posibilidad de que un adulto mejore su
cultura financiera y la transmita a sus hijos (a menos que haya estudiado
Economía avanzada), me quedé profundamente preocupada. Tengo que confesarlo: olvidé
a Pareto diez minutos después de hacer el correspondiente examen en la
universidad, y nunca en mi vida he tomado una sola decisión económica pensando
en él. La única conclusión posible es que soy una consumidora irracional y que,
probablemente, no debería dedicarme a la educación financiera.
En realidad, sí hay otra alternativa. Podemos recuperar a Pareto en
relación con algo que ningún estudioso del comportamiento humano se atreve a discutir
a estas alturas: sólo el 20% de las decisiones que tomamos se basan en
criterios racionales, mientras que el 80% tienen un fundamento emocional.
Obviamente, esto también se aplica a la gestión del dinero. No somos seres
irracionales, pero sí emocionales.
El consumidor burbuja. Una
cosa tenía que llevar a la otra. Los que creen en el unicornio y en el Yeti,
¿por qué no van a creer también en el consumidor burbuja? Se caracteriza por
ser tan ético, tan racional y con tan elevado nivel de educación financiera,que
resulta completamente inmune a la presión permanente de los mensajes
comerciales, a los que se resiste de forma heroica.
Veamos el ejemplo práctico de un anuncio que puede verse estos días en
televisión. Un matrimonio discute frente a un armario lleno de botes de cristal,
etiquetados y con monedas (método de ahorro algo arcaico pero muy eficaz): “Para
el viaje a Venecia”, “Para la cena con las chicas”, etc. La pareja no se pone de acuerdo sobre el bote
que deben abrir para un capricho que no puede esperar. “¿Del bote de los
ahorros?”, sugiere ella. “¡Los ahorros no se tocan!”, exclama él. Yo no podía
creerlo: ¿un banco promoviendo el ahorro? ¡Eso sí que es responsabilidad social
financiera! Claro está, me había adelantado. La pareja continúa sin ponerse de
acuerdo hasta que una cantarina voz en off exclama: “¡De esta forma, lo único
que acumulas son ganas! Con la nueva tarjeta del Banco XX, puedes tenerlo todo…
etc.”. Aaah. Ya me extrañaba a mí. Lo que se anuncia es una tarjeta de crédito,
por supuesto. No voy a insistir en el tema, porque ya lo tratamos largo y
tendido en el post La lucha perdida contra el endeudamiento familiar.
Para ilustrar hasta qué punto estamos todos sujetos a la influencia de
los mensajes comerciales, cerramos este artículo
con un entretenido vídeo sobre el componente emocional en el consumo de
artículos de lujo. No hay que perderse la mención final al estudio de la
Universidad de Stanford: en una cata a ciegas, cuando los participantes
pensaban que estaban degustando los vinos más costosos experimentaban más placer
(y así lo demostraban sus movimientos cerebrales) que cuando probaban los que
creían más baratos. Todas las botellas contenían el mismo vino…
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