¿Cuál es la capacidad, habilidad o conocimiento más importante para lograr
una economía personal saneada (que nos permita llegar a fin de mes, ahorrar
para la jubilación, etc.)? Dudo mucho que la respuesta se encuentre entre los
contenidos que las autoridades parecen empeñadas en incluir en los currículos
escolares. Por muy útil y conveniente que sea conocer la fórmula del interés
compuesto, entender el papel de los bancos en la economía o distinguir los
medios de pago, ninguna de esas habilidades va a contribuir de forma
significativa a mejorar nuestras decisiones financieras cotidianas.
El atributo básico a desarrollar para superar los problemas de las
economías familiares es la independencia
de criterio frente a las “necesidades” artificiales creadas por la sociedad
de consumo. Por desgracia, los que más se benefician de la situación tal y como
está suelen ser los que agitan la bandera de la educación financiera con mayor
entusiasmo. El zorro guiando a las gallinas. Como es lógico, formar ciudadanos
más conscientes y críticos no se encuentra entre sus objetivos prioritarios (ni
secundarios): la verdad es que prefieren
mantenernos a todos viviendo en el show de Truman.
Truman, en la inopia
Para los que no han visto la película, Truman (Jim Carrey) es el
protagonista involuntario de un reality
show dirigido por un tal Christof, en el que cada minuto de su vida es
retransmitido en directo al mundo entero. El pobre Truman ignora que la ciudad
en la que vive (Seahaven) y todas sus relaciones son completamente falsas: sus
padres, sus amigos, su mujer… Son sólo actores que no sienten ningún afecto ni
interés real por él: entran y salen de su vida (y del show) por exigencias del
guión. Las conversaciones que mantienen con Truman son un pretexto para promocionar
los productos de las empresas que financian ese gigantesco despropósito. Algunas
de las escenas más hilarantes de la película son también profundamente tristes:
la conversación con unos vecinos que, sin prestar atención a sus palabras, se
concentran en colocarle en la posición adecuada para que la cámara pueda
enfocar un anuncio publicitario; o la absurda discusión conyugal
con su esposa, que insiste en proclamar las excelencias de una marca de cacao
mientras Truman se desgañita intentando comunicarse con ella.
El gran problema de las economías familiares en nuestros días es que… todos somos Truman. Al igual que él, vivimos en la ingenua creencia de estar controlando nuestra vida, cuando en realidad sólo somos figurantes interpretando las escenas que otros han escrito para nosotros. El papel de Christof lo desempeñan tanto las empresas como los gobiernos, bajo el argumento machacón de que “el consumo impulsa el crecimiento económico”: ahora te toca comprar una casa, ahora te toca comprar un auto, ahora te toca pedir un préstamo para las vacaciones, ahora te toca vestir de una manera que refleje el estatus al que aspiras, ahora te toca ahorrar contratando este producto… ¿Tu smartphone ya tiene un año? Estás fuera de onda... ¿A qué esperas para comprar el último modelo? Todos los que se supone que se interesan por nosotros están, en realidad, tratando de vendernos algo.
El gran problema de las economías familiares en nuestros días es que… todos somos Truman. Al igual que él, vivimos en la ingenua creencia de estar controlando nuestra vida, cuando en realidad sólo somos figurantes interpretando las escenas que otros han escrito para nosotros. El papel de Christof lo desempeñan tanto las empresas como los gobiernos, bajo el argumento machacón de que “el consumo impulsa el crecimiento económico”: ahora te toca comprar una casa, ahora te toca comprar un auto, ahora te toca pedir un préstamo para las vacaciones, ahora te toca vestir de una manera que refleje el estatus al que aspiras, ahora te toca ahorrar contratando este producto… ¿Tu smartphone ya tiene un año? Estás fuera de onda... ¿A qué esperas para comprar el último modelo? Todos los que se supone que se interesan por nosotros están, en realidad, tratando de vendernos algo.
Truman pasa la mayor parte de la película sin saber que las cámaras le
siguen incluso en sus momentos más privados, y que millones de ojos anónimos observan
con avidez todos y cada uno sus actos. Con la misma feliz inconsciencia, hemos
trasladado una parte importante de nuestras vidas al mundo virtual, en el que
interactuamos bajo una errónea ilusión de intimidad. Elegimos soslayar el hecho
aterrador de que cualquier búsqueda en nuestro navegador favorito desencadena
de inmediato un bombardeo publicitario en cada página que visitamos, en aras de
una presunta “personalización para la mejor satisfacción de nuestras
necesidades”, según argumentan los amos del ciberespacio.
Un amigo me contaba el asombro de su hijo adolescente ante la increíble
“casualidad” de que todos los banners
publicitarios hicieran referencia a productos y servicios próximos a su domicilio
o relacionados con lo que él estaba buscando justo en ese momento. “¿Cómo saben
que yo vivo en Málaga?”, se maravillaba el chico. ¡Ah, la magia de Internet!
Abriendo los ojos
En torno a los 30 años, Truman siente un indefinible vacío existencial.
Algunos ligeros pero evidentes errores de
producción despiertan sus sospechas: a su alrededor ocurren cosas muy raras.
Para deleite de los telespectadores, su comportamiento se torna imprevisible.
Pero el director-dios Christof no puede permitirlo: ¡el show debe continuar! En
ese punto, nuestro protagonista comprueba que carece de algo que siempre había
dado por sentado: la libertad. Cuando todos
los intentos de abandonar la ciudad o alterar su rutina diaria se ven
frustrados por circunstancias a cual más surrealista, Truman se convence de que
está siendo vigilado y manipulado por todos los que le rodean.
En una sociedad como la nuestra, que llama "consumidores" a
los ciudadanos y “mercados” a los países, todavía es reducido el porcentaje de trumans dispuestos a cuestionar el
guión. Hace falta mucha atención para percibir las incoherencias de una
narración que supedita las necesidades reales de las personas a la perpetuación
del show.
El mensaje publicitario que hemos interiorizado en nuestro papel de Truman es que el consumo es requisito ineludible
para alcanzar la felicidad. Paradójicamente, es cierto que existe una estrecha
relación entre felicidad y consumo, pero funciona en sentido contrario. Serge
Latouche, uno de los impulsores del movimiento
por el decrecimiento, considera demostrado que las personas felices tienen
menos necesidad de consumir. ¿Deberíamos concluir, por tanto, que a nuestros
gobernantes no les interesa que seamos felices? Una idea para la reflexión…
Muy lejos del decrecimiento, la mayoría seguimos considerando nuestra
propensión al consumo no como un problema de autocontrol, sino como una
aspiración legítima y apetecible que se ve fastidiosamente limitada por la
falta de recursos económicos. El entorno financiero, empresarial y político
respalda hasta tal punto esta percepción que en muchos lugares los bancos
restringen el crédito para la financiación de emprendimientos o actividades
productivas, mientras lanzan promociones y campañas masivas para incentivar el
uso de tarjetas de crédito y la contratación de préstamos para el consumo. “Sorry, no puedo financiar tu proyecto
empresarial… ¡demasiado riesgo! Eso sí, para que te consueles puedes pagar tus
vacaciones en cómodas cuotas”.
¿Quiénes son los más afectados por esta estrategia? Obviamente, las
clases medias y los más desfavorecidos. Aunque el apetito consumista atraviesa
el espectro social de arriba abajo, el problema aparece cuando los recursos
disponibles no resultan suficientes para satisfacer lo que astutamente se nos
presenta como “nuestro derecho al
consumo”.
En el imprescindible libro “Vida de consumo”, Zygmunt Bauman analiza la diferencia entre consumo
y consumismo. Mientras el consumo es
un rasgo y ocupación del individuo humano,
e implica la satisfacción de sus necesidades básicas, el consumismo es un
atributo de la sociedad: “la capacidad esencialmente individual de querer,
desear y anhelar es separada de los individuos y reciclada como fuerza externa
capaz de poner en movimiento a la sociedad
de consumidores”.
Como miembros obedientes de esa sociedad, hemos incorporado a nuestras
necesidades personales de compra lo que, en realidad, sólo son necesidades de venta de otros:
aprendemos a desear lo que la sociedad nos señala como deseable.
¿Y qué pinta la educación
financiera en este contexto consumista? Pues lo mismo que el resto del
atrezo: contribuye a crear una ilusión
de libertad. Sugiere que si tenemos problemas financieros es debido a un
déficit de conocimientos específicos y/o a la negligencia con que gestionamos nuestros
recursos. Por supuesto, los que nos llaman ignorantes e insensatos son los
mismos que nos inoculan las tendencias suicido-consumistas con las que
asesinamos nuestra economía personal.
Al fin, la libertad
Entre la seguridad del único mundo que conoce y la incertidumbre de lo
desconocido, Truman está decidido a apostar por la libertad. Además de la obvia
falsedad de su entorno, tiene otra poderosa motivación: sabe que en ese
misterioso “exterior” está la única mujer con la que estableció una verdadera
conexión (una actriz secundaria que cometió el error de enamorarse de él y, por
supuesto, fue fulminantemente despedida del show). Truman huye en barco, pese
al miedo a morir ahogado que le indujeron en la infancia, y Christof intenta
detenerlo con una aparatosa tormenta que casi lo mata de verdad.
Echemos a volar la imaginación: ¿Cómo hubiera sido un programa de
educación financiera orquestado por Christof en el ficticio mundo de Seahaven? Probablemente,
la falsa esposa de Truman hubiera alternado en sus diálogos la recomendación de
comprar un nuevo e increíble robot de cocina con aleccionadores recordatorios
sobre la importancia de no gastar más de lo que se ingresa. Los falsos bancos
de Seahaven empapelarían la ciudad con coloridos anuncios sobre préstamos para
las vacaciones (los gastos financieros del 60% sólo figurarían en letra
minúscula), al tiempo que impartirían talleres en las falsas escuelas, a los
falsos hijos de Truman, sobre las virtudes del ahorro y los peligros del
endeudamiento excesivo.
Ahora que lo pienso, ¿no suena todo esto sospechosamente familiar? Casi,
casi, parece que estuviéramos hablando del mundo real. Lo cierto es que este
enfoque resulta inútil, porque el hecho de que la gente no ahorre no es la
causa del consumo excesivo... ¡es la consecuencia! Entonces, ¿por qué
insistimos en comenzar todos los programas de educación financiera con el
consabido ejemplo: “Si empiezas a ahorrar
a los 20 años, en equiscientos años habrás acumulado un capital de…”? Porque
a casi nadie le interesa proporcionar una educación financiera basada en identificar
y sortear esas fuerzas sociales externas
que no sólo nos indican lo que tenemos que anhelar y consumir, sino que nos
llevan a confundir nuestros deseos con sus intereses. Afortunadamente, hay
algunas luces en el horizonte: conscientes del verdadero origen del problema, en
Brasil acaban de prohibir la publicidad
y el marketing dirigido a los niños.
En resumen, la mejor educación financiera que podemos ofrecer, a jóvenes
y adultos, es la que pone de manifiesto los trucos, limitaciones y miserias de vivir
según guiones ajenos, por muy bien envueltos que se nos presenten. El gasto
excesivo, el endeudamiento descontrolado y los demás daños colaterales del consumismo
se verían probablemente muy disminuidos si, como Truman, hiciéramos mutis por
el foro y saliéramos a crear una vida a nuestra medida.
Y, por si no nos vemos luego… ¡buenos días, buenas tardes y buenas
noches!
Cristina Carrillo
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