martes, 20 de mayo de 2014

Consumo y consumismo: el show de educar a Truman

¿Cuál es la capacidad, habilidad o conocimiento más importante para lograr una economía personal saneada (que nos permita llegar a fin de mes, ahorrar para la jubilación, etc.)? Dudo mucho que la respuesta se encuentre entre los contenidos que las autoridades parecen empeñadas en incluir en los currículos escolares. Por muy útil y conveniente que sea conocer la fórmula del interés compuesto, entender el papel de los bancos en la economía o distinguir los medios de pago, ninguna de esas habilidades va a contribuir de forma significativa a mejorar nuestras decisiones financieras cotidianas.

El atributo básico a desarrollar para superar los problemas de las economías familiares es la independencia de criterio frente a las “necesidades” artificiales creadas por la sociedad de consumo. Por desgracia, los que más se benefician de la situación tal y como está suelen ser los que agitan la bandera de la educación financiera con mayor entusiasmo. El zorro guiando a las gallinas. Como es lógico, formar ciudadanos más conscientes y críticos no se encuentra entre sus objetivos prioritarios (ni secundarios): la verdad es que prefieren mantenernos a todos viviendo en el show de Truman.

Truman, en la inopia

Para los que no han visto la película, Truman (Jim Carrey) es el protagonista involuntario de un reality show dirigido por un tal Christof, en el que cada minuto de su vida es retransmitido en directo al mundo entero. El pobre Truman ignora que la ciudad en la que vive (Seahaven) y todas sus relaciones son completamente falsas: sus padres, sus amigos, su mujer… Son sólo actores que no sienten ningún afecto ni interés real por él: entran y salen de su vida (y del show) por exigencias del guión. Las conversaciones que mantienen con Truman son un pretexto para promocionar los productos de las empresas que financian ese gigantesco despropósito. Algunas de las escenas más hilarantes de la película son también profundamente tristes: la conversación con unos vecinos que, sin prestar atención a sus palabras, se concentran en colocarle en la posición adecuada para que la cámara pueda enfocar un anuncio publicitario; o la absurda discusión conyugal con su esposa, que insiste en proclamar las excelencias de una marca de cacao mientras Truman se desgañita intentando comunicarse con ella.


El gran problema de las economías familiares en nuestros días es que… todos somos Truman. Al igual que él, vivimos en la ingenua creencia de estar controlando nuestra vida, cuando en realidad sólo somos figurantes interpretando las escenas que otros han escrito para nosotros. El papel de Christof lo desempeñan tanto las empresas como los gobiernos, bajo el argumento machacón de que “el consumo impulsa el crecimiento económico”: ahora te toca comprar una casa, ahora te toca comprar un auto, ahora te toca pedir un préstamo para las vacaciones, ahora te toca vestir de una manera que refleje el estatus al que aspiras, ahora te toca ahorrar contratando este producto… ¿Tu smartphone ya tiene un año? Estás fuera de onda... ¿A qué esperas para comprar el último modelo? Todos los que se supone que se interesan por nosotros están, en realidad, tratando de vendernos algo.

Truman pasa la mayor parte de la película sin saber que las cámaras le siguen incluso en sus momentos más privados, y que millones de ojos anónimos observan con avidez todos y cada uno sus actos. Con la misma feliz inconsciencia, hemos trasladado una parte importante de nuestras vidas al mundo virtual, en el que interactuamos bajo una errónea ilusión de intimidad. Elegimos soslayar el hecho aterrador de que cualquier búsqueda en nuestro navegador favorito desencadena de inmediato un bombardeo publicitario en cada página que visitamos, en aras de una presunta “personalización para la mejor satisfacción de nuestras necesidades”, según argumentan los amos del ciberespacio.

Un amigo me contaba el asombro de su hijo adolescente ante la increíble “casualidad” de que todos los banners publicitarios hicieran referencia a productos y servicios próximos a su domicilio o relacionados con lo que él estaba buscando justo en ese momento. “¿Cómo saben que yo vivo en Málaga?”, se maravillaba el chico. ¡Ah, la magia de Internet!

Abriendo los ojos

En torno a los 30 años, Truman siente un indefinible vacío existencial. Algunos ligeros pero evidentes errores de producción despiertan sus sospechas: a su alrededor ocurren cosas muy raras. Para deleite de los telespectadores, su comportamiento se torna imprevisible. Pero el director-dios Christof no puede permitirlo: ¡el show debe continuar! En ese punto, nuestro protagonista comprueba que carece de algo que siempre había dado por sentado: la libertad.  Cuando todos los intentos de abandonar la ciudad o alterar su rutina diaria se ven frustrados por circunstancias a cual más surrealista, Truman se convence de que está siendo vigilado y manipulado por todos los que le rodean.

En una sociedad como la nuestra, que llama "consumidores" a los ciudadanos y “mercados” a los países, todavía es reducido el porcentaje de trumans dispuestos a cuestionar el guión. Hace falta mucha atención para percibir las incoherencias de una narración que supedita las necesidades reales de las personas a la perpetuación del show.

El mensaje publicitario que hemos interiorizado en nuestro papel de Truman es que el consumo es requisito ineludible para alcanzar la felicidad. Paradójicamente, es cierto que existe una estrecha relación entre felicidad y consumo, pero funciona en sentido contrario. Serge Latouche, uno de los impulsores del movimiento por el decrecimiento, considera demostrado que las personas felices tienen menos necesidad de consumir. ¿Deberíamos concluir, por tanto, que a nuestros gobernantes no les interesa que seamos felices? Una idea para la reflexión…

Muy lejos del decrecimiento, la mayoría seguimos considerando nuestra propensión al consumo no como un problema de autocontrol, sino como una aspiración legítima y apetecible que se ve fastidiosamente limitada por la falta de recursos económicos. El entorno financiero, empresarial y político respalda hasta tal punto esta percepción que en muchos lugares los bancos restringen el crédito para la financiación de emprendimientos o actividades productivas, mientras lanzan promociones y campañas masivas para incentivar el uso de tarjetas de crédito y la contratación de préstamos para el consumo. “Sorry, no puedo financiar tu proyecto empresarial… ¡demasiado riesgo! Eso sí, para que te consueles puedes pagar tus vacaciones en cómodas cuotas”.

¿Quiénes son los más afectados por esta estrategia? Obviamente, las clases medias y los más desfavorecidos. Aunque el apetito consumista atraviesa el espectro social de arriba abajo, el problema aparece cuando los recursos disponibles no resultan suficientes para satisfacer lo que astutamente se nos presenta como  “nuestro derecho al consumo”.

En el imprescindible libro “Vida de consumo”, Zygmunt Bauman analiza la diferencia entre consumo y consumismo. Mientras el consumo es un rasgo y ocupación del individuo humano, e implica la satisfacción de sus necesidades básicas, el consumismo es un atributo de la sociedad: “la capacidad esencialmente individual de querer, desear y anhelar es separada de los individuos y reciclada como fuerza externa capaz de poner en movimiento a la sociedad de consumidores”.

Como miembros obedientes de esa sociedad, hemos incorporado a nuestras necesidades personales de compra lo que, en realidad, sólo son necesidades de venta de otros: aprendemos a desear lo que la sociedad nos señala como deseable.


¿Y qué pinta la educación financiera en este contexto consumista? Pues lo mismo que el resto del atrezo: contribuye a crear una ilusión de libertad. Sugiere que si tenemos problemas financieros es debido a un déficit de conocimientos específicos y/o a la negligencia con que gestionamos nuestros recursos. Por supuesto, los que nos llaman ignorantes e insensatos son los mismos que nos inoculan las tendencias suicido-consumistas con las que asesinamos nuestra economía personal.

Al fin, la libertad

Entre la seguridad del único mundo que conoce y la incertidumbre de lo desconocido, Truman está decidido a apostar por la libertad. Además de la obvia falsedad de su entorno, tiene otra poderosa motivación: sabe que en ese misterioso “exterior” está la única mujer con la que estableció una verdadera conexión (una actriz secundaria que cometió el error de enamorarse de él y, por supuesto, fue fulminantemente despedida del show). Truman huye en barco, pese al miedo a morir ahogado que le indujeron en la infancia, y Christof intenta detenerlo con una aparatosa tormenta que casi lo mata de verdad.

Cuando nuestro héroe está a punto de traspasar la puerta que separa el gigantesco escenario del mundo real, Christof arriesga una jugada desesperada y se dirige a él por primera vez desde el centro de producción, a modo de invisible “voz de Dios”. Con tono persuasivo y paternalista, le asegura que fuera va a encontrar las mismas mentiras y engaños, pero sin la belleza y la seguridad que él le ha proporcionado durante toda su vida. Tras unos instantes de suspense, Truman se despide teatralmente… y pone fin al show.

Echemos a volar la imaginación: ¿Cómo hubiera sido un programa de educación financiera orquestado por Christof en el ficticio mundo de Seahaven? Probablemente, la falsa esposa de Truman hubiera alternado en sus diálogos la recomendación de comprar un nuevo e increíble robot de cocina con aleccionadores recordatorios sobre la importancia de no gastar más de lo que se ingresa. Los falsos bancos de Seahaven empapelarían la ciudad con coloridos anuncios sobre préstamos para las vacaciones (los gastos financieros del 60% sólo figurarían en letra minúscula), al tiempo que impartirían talleres en las falsas escuelas, a los falsos hijos de Truman, sobre las virtudes del ahorro y los peligros del endeudamiento excesivo.

Ahora que lo pienso, ¿no suena todo esto sospechosamente familiar? Casi, casi, parece que estuviéramos hablando del mundo real. Lo cierto es que este enfoque resulta inútil, porque el hecho de que la gente no ahorre no es la causa del consumo excesivo... ¡es la consecuencia! Entonces, ¿por qué insistimos en comenzar todos los programas de educación financiera con el consabido ejemplo: “Si empiezas a ahorrar a los 20 años, en equiscientos años habrás acumulado un capital de…”? Porque a casi nadie le interesa proporcionar una educación financiera basada en identificar y sortear esas fuerzas sociales externas que no sólo nos indican lo que tenemos que anhelar y consumir, sino que nos llevan a confundir nuestros deseos con sus intereses. Afortunadamente, hay algunas luces en el horizonte: conscientes del verdadero origen del problema, en Brasil acaban de prohibir la publicidad y el marketing dirigido a los niños.


En resumen, la mejor educación financiera que podemos ofrecer, a jóvenes y adultos, es la que pone de manifiesto los trucos, limitaciones y miserias de vivir según guiones ajenos, por muy bien envueltos que se nos presenten. El gasto excesivo, el endeudamiento descontrolado y los demás daños colaterales del consumismo se verían probablemente muy disminuidos si, como Truman, hiciéramos mutis por el foro y saliéramos a crear una vida a nuestra medida.

Y, por si no nos vemos luego… ¡buenos días, buenas tardes y buenas noches!

Cristina Carrillo


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