Después de muchos años de discreta laboriosidad, mi padre consiguió
(¡por fin!) la promoción que esperaba, acompañada de un razonable aumento
salarial. Poco a poco, las cuentas de casa empezaron a cuadrar, lo que significaba
que ya no teníamos que empeñar el reloj del abuelo para llegar a fin de mes. Un año después, mi padre nos estropeó la cena
anunciando tranquilamente: “Esta vez nos toca pagar bastante a Hacienda”. Tras desahogarse con una retahíla de
palabrotas no aptas para menores, mi madre se volvió hacia mí: “Hija, revisa tú
la declaración, tu padre tiene tantas ganas de pagar que no me fío de lo que
haya hecho”. Y ahí estaba yo, con mi flamante título en Empresariales, presta a
demostrar que el despistado de mi padre se había confundido con los cálculos. Siento
desilusionar a los que esperan una moraleja contra las hijas listillas que
enmiendan la plana a sus progenitores, pero efectivamente mi santo padre se
había equivocado. Pese al aumento de sueldo, aún tenían que devolvernos.
En lugar de alegrarse y tomar a broma la situación, mi padre se mostró
claramente decepcionado. Yo no daba crédito: tenía delante a la única persona
sobre la faz de la tierra que estaba deseando compartir con el Estado el producto
de su trabajo. Ese afán contribuyente no podía ser humano: ¡Mi padre era un
alienígena fiscal!
Sin abandonar por completo la teoría de los genes extraterrestres, con
el tiempo elaboré una explicación alternativa: para mi padre, pagar impuestos
era un símbolo de estatus, mientras que una declaración negativa confirmaba,
por el contrario, que seguíamos oficialmente adscritos a la categoría de
pobretones.
Me temo que esta perspectiva demostraba que, además de despistado, era
un hombre muy cándido: hoy todos sabemos que el verdadero estatus reside en
disponer de dinero suficiente para aprovechar las numerosas posibilidades de
exención, compensación y perdón fiscal. Ya es un clásico el ejemplo que dio Warren
Buffett en 2007, ante 400 millonarios que se habían reunido para apoyar la
candidatura de Hillary Clinton a la presidencia: “Los 400 pagamos de impuestos
un menor porcentaje de ingresos que nuestras recepcionistas o nuestras
lavanderas”. Mientras sus impuestos representaban sólo el 17,7% de los 46
millones de dólares que obtenía al año, sus empleados, con ingresos mucho más
terrenales, pagaban de media el 33%. Y esto sin evasión ni fraude fiscal,
simplemente aplicando una legislación tributaria que mima a quienes considera
potenciales creadores de riqueza.
En mi pasada reencarnación, uno de los mensajes que solía transmitir en
las actividades de educación financiera para inversores era: “Antes de elegir
un producto de inversión, no te fijes sólo en los rendimientos; considera
también los gastos y el impacto financiero-fiscal que tendrá en tu patrimonio”.
Y me quedaba tan contenta. Pero qué cándida era yo también, Dios mío. ¡Como si
fuera tan sencillo! Las leyes fiscales no sólo responden a una lógica compleja
y misteriosa, sino que tienen la antipática costumbre de estar cambiando
continuamente. En semejante maremágnum, estimar el impacto financiero-fiscal de
cualquier cosa no requiere cultura financiera, sino un ejército de asesores
como el de Warren Buffett.
Al margen de la dificultad de entender las leyes fiscales, el pago de
impuestos es una de las obligaciones con peor imagen del mundo. La mayor parte
de los ciudadanos no alienígenas, de todos los niveles económicos y sociales, perciben
las cargas tributarias como un expolio, una desposesión cuya justificación en
términos de redistribución y bienestar colectivo resulta excesivamente
abstracta.
De ahí que las campañas institucionales de los gobiernos para evitar
el fraude fiscal traten de “concretar” ese bienestar mostrando escuelas,
hospitales y carreteras y apelando a la solidaridad del público. Este tipo de
argumentos son un arma de doble filo: si la percepción social sobre la calidad
de la educación, la sanidad y las infraestructuras no es positiva, pueden
resultar incluso contraproducentes. Pensemos en los eufemísticos recortes en
sanidad y educación que se están experimentando ahora mismo en España. ¿Cómo se
concilian, en la mente del sufrido contribuyente, con las ayudas públicas a un
sistema financiero que fagocita recursos a la velocidad de la luz?
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