¿Existe tal cosa como un exceso de cultura financiera? ¿Es posible morir
por sobredosis de educación inversora? Por asombroso que parezca, hay voces
autorizadas capaces de justificar una respuesta afirmativa. Gracias a las
series de abogados que abundan en televisión, todos sabemos que la verdad es un
territorio difuso, y que casi siempre se puede argumentar con solvencia en
sentidos opuestos. ¿Será cierto que la necesidad universal de educación financiera
no está más allá de toda duda razonable?
Si hubiera que clasificar al mundo entero según su relación con este
tema, a grandes rasgos se podrían distinguir tres grandes grupos: el público en
general, los profesionales de las finanzas y los activistas de la educación
financiera. Con gran entusiasmo formamos parte de este último colectivo
(lamentablemente minoritario y fragmentado, pese al notable crecimiento de los
últimos años), integrado por diversos entes públicos, privados… y hasta
unipersonales.
Para complicar aún más el panorama y animar esta guerra de guerrillas,
los tenaces militantes pro-financial
literacy compartimos espacio con un nuevo grupo de interés, numéricamente
irrelevante pero con cierta capacidad de influencia: los detractores de la
educación financiera. Se trata de una comunidad tan heterogénea y dividida como
la nuestra, y las argumentaciones que proporcionan son de variada naturaleza. En
este artículo vamos a destacar dos, que bautizaremos como Teoría conspirativa y Teoría
del inversor suicida autosuficiente.
. Teoría
conspirativa. Sostiene que los programas de educación financiera son producto de la confabulación entre la industria bancaria y los organismos públicos que regulan los mercados financieros, con el objetivo de empujar al público al
redil de unos mercados en los que siempre van a ser la parte más débil, en
exclusivo beneficio de la susodicha industria. La primera noticia que tuve de
tal interpretación procedía de una asociación de consumidores, que la expuso
como respuesta al lanzamiento oficial de un programa público de educación
financiera de alcance nacional.
Es evidente que,
en los últimos años, hemos asistido a un proceso de transferencia de riesgos
desde las entidades financieras hacia individuos y familias, mediante el diseño
y la comercialización masiva, y a menudo indiscriminada, de complejos productos
de inversión. Carece de sentido negar las insanas prácticas bancarias previas a
la crisis, que han inundado los mercados de instrumentos sin atractivo alguno para
los inversores y con desastrosos efectos sobre la economía real. Sin embargo, no
veo cómo la ignorancia financiera de los consumidores puede reforzar su
posición frente a los casos de mala praxis de los agentes profesionales. Por el
contrario, una mayor y mejor cultura financiera hubiese permitido a los
inversores mantener un espíritu crítico ante las ofertas recibidas y comprender
la información disponible sobre los verdaderos riesgos de las presuntas gangas.
Tampoco es razonable
juzgar a todo un colectivo por la actuación de algunos. Aunque el grupo de
entidades que abrazaron tan cuestionable estilo de negocio es desoladoramente
extenso, el libro Banking with Integrity. The winners of the
financial crisis? repasa el caso de varios bancos que han visto mejorar su
desempeño en el crítico periodo 2007-2010, gracias a una cultura directiva basada
en el servicio a la comunidad y a sus grupos de interés.
Por otra parte, no
resultaría sensato desechar sin más la teoría de la conspiración: los abogados
del diablo cumplen la saludable función de señalar aquellos puntos conflictivos
de cualquier proyecto, por muy bienintencionado que sea. La educación
financiera abarca numerosos enfoques y niveles, y la formación de los inversores
es uno de los más exigentes y delicados. En ocasiones, el legítimo objetivo de
desarrollar los mercados domésticos de valores puede tropezar con la realidad
de una insuficiente preparación del público para asumir de manera consciente
los riesgos asociados a estos instrumentos, por lo que el refuerzo de la
cultura inversora se convierte en una necesidad prioritaria. Como ya hemos
comentado en entradas anteriores, el desafío está en lograr un adecuado
equilibrio entre legislación, supervisión y educación financiera.
· Teoría del inversor suicida autosuficiente.
Afirma que las personas que reciben educación financiera pueden sobrevalorar su
capacidad para tomar decisiones, invadiendo lo que debe ser un terreno exclusivo
de profesionales altamente cualificados. Lauren Willis, una experta en leyes
que trabajó para el Departamento de Justicia y para la Comisión Federal de
Comercio de los Estados Unidos, opina que la educación financiera es “como si
nos dedicáramos a enseñar a todo el mundo a ser su propio médico, su propio
mecánico, algo así, terriblemente ineficiente. No sólo ineficiente, sino que
además asienta una cultura de echar la culpa al consumidor, como si se le
dijera: tú eres el que no comprendió de qué iba esto”.
Por desgracia,
esta idea coincide con la percepción de gran parte del público, que considera
que la cultura financiera “es cosa de expertos” y que a ellos ni les va ni les
viene. Este argumento se basa en el error de confundir la parte con el todo: la educación para invertir es sólo una pequeñísima parte de la educación del inversor, que a su vez es
un ámbito limitado dentro de la educación
financiera que necesita cualquier ciudadano.
Sin duda, la
habilidad de intervenir y operar en los mercados requiere formación específica
en cuestiones complejas y no está (ni debe estar) al alcance de todos, pero la
educación del inversor es mucho más que eso. Un inversor formado no tiene por
qué ser capaz de analizar valores en los mercados internacionales ni de
introducir órdenes en los sistemas de trading automatizados, pero sí tiene que saber
determinar el propio perfil de inversión, hacer las preguntas adecuadas al
asesor financiero profesional, entender los riesgos que asume y defender sus
derechos como usuario de servicios financieros. Y, bajando varios escalones,
todo ciudadano necesita cultura financiera para manejar de manera eficiente sus
recursos, incluso si jamás se decide a invertir en los mercados de valores.
En realidad, los
que se preocupan por una epidemia de ciudadanos invadiendo los mercados de
valores en plan kamikaze no están en contra de la educación financiera, sino de
la autonomía inversora radical. No sólo puedo vivir con eso, sino que lo
comparto en gran medida. Siempre habrá personas que consulten sus síntomas en
Google y después opten por automedicarse, o que prefieran hacer una chapuza
pintando ellos mismos su casa en lugar de contratar a un profesional… pero su
equivalente en los mercados no se debe a un exceso de educación financiera,
sino a todo lo contrario: también hace falta una adecuada formación para
comprender hasta dónde se puede llegar.
Señores y señoras del jurado, consideramos que la necesidad de la
educación financiera sí está más allá de toda duda razonable, pero admitimos la
utilidad de los argumentos de quienes se oponen. Sus aportaciones nos ayudan a
identificar los fallos del actual “discurso militante pro-cultura financiera”, así
como a definir mejor los objetivos prioritarios en cada momento y lugar.
He dedicado buena parte de mi vida a las finanzas. Durante este tiempo me han consultado o pedido mi opinión amigos y conocidos sin cesar. Siempre me ha sorprendido la poca cultura financiera que tiene gente muy preparada y culta, sabiendo lo importante que es en nuestros dias, ya no para ganar dinero, si no simplemente para ser capaz de preservar los ahorros.
ResponderEliminarInteresante propuesta. Saludos